La vida literaria y la vida misma, que a veces es también literatura, que siempre, cuando buena, es una parábola de la vida, no recorren en general caminos parejos. Pocos pueden, como pudo Dickens, sostener una vida larga de producción y éxito más o menos constante. Y aunque son bastantes los que como Schiller, Wilde o Verlaine, alcanzan notoriedad a edad temprana, los más, como tantas bataclanas, tienen una vida breve en las literarias alturas (“todo cae” pienso que piensan tantas bataclanas). Descontando a los que caen en el lugar común (equivalente literario del saco azul-pantalón gris) y optan por quedarse ciegos (Homero, Flaubert, Joyce) hay otra clase de escritores. Estos últimos publican de más en más, alcanzan fama creciente y dedican sus años de madurez a la edición y publicación de sus aparentemente inacabables borradores. Kafka, es de prever, hubiera podido ser de esos últimos; sabemos hoy, no pudo.
Nacido en Praga en 1883, conoció la literatura, el amor y la pobreza. Ejerció las tres apasionadamente. Contrajo matrimonio y tuberculosis. Murió en Austria, en 1924. Debemos nuestro conocimiento de su obra a la tuberculosis, a la desobediencia de Max Brod y a diversos editores. [N de E.qué detestables, en general, los editores de crítica, con sus estudios preliminares duplicando la extensión de los libros, evitando que uno pueda disfrutar del doble de obras del autor que importa, y llenando con notas vulgares las partes más bajas de muchos buenos relatos.]
La observación borgeana de que Kafka, como todo escritor clásico, ha creado a sus precursores se ha convertido, justamente, creo, en un locus classicus: “El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado…”. Sorprendentemente, Borges no menciona a Chejov entre los precursores de Kafka. Cuentos como “Vania se examina en griego”, “El actor trágico” o “ El suboficial Prishibieiev”, fechados entre 1883 (año de nacimiento de K) y 1885, lo prefiguran en no menor medida que Browning o Kierkegaard.
Igualmente universal, aunque menos explícita, es la idea de que Kafka a su vez puede inscribirse en la línea de Becket, Heidegger y, pongamos, Derrida. Más aun, esta es la lectura usual: K sería el típico sujeto arrojado en un universo irracional. Pero las cosas son de otro modo. Yo no creo que Kafka participara de la amarga jactancia y del orgullo infeliz de los “contemporáneos”. Yo no quiero creer eso. Kafka no está retratando un ideal, ni un universal. Su obra es política en el más alto sentido, es una obra moral. Él está denunciando el peor de los crímenes en masa que se estaban por cometer: la defensa del desencanto y la envidia.
No sé cómo pudo universalizarse una prédica de la infelicidad y el odio. De cómo el siglo XX pudo finalmente establecer como punto de partida poco menos que evidente que todas las virtudes, felicidades y realizaciones humanas deben ser despreciadas por falsas. No sé cómo es posible que se acepte que la única forma de existir es finita angustiosa y vacía. Ni siquiera podría entenderlo si esa falsedad fuera cierta (y no lo es). Sus acólitos, no ven una refutación de sus esperpentos teóricos inhumanistas en un hombre feliz que juega con sus hijos o pasea con su familia; sólo ven en él un hombre engañado. Así hacen su camino de miopes que negando el caracter definidode las formas (que sólo ven borrosas en el mejorde los casos) queriendo convencer a todos de que se pongan sus lentes de desenfocar; mezclando lo claro y lo oscuro , lo distinto y lo dudoso en un gris apatíco de mierda. ¿Quién ha visto ciegos burlarndose de los videntes y de su ilusión del color?
Volviendo a nuestro asunto, lo que quiero defender es que Kafka no pertenece a las filas de los propulsores del descontento universal; a esa clase de hombres y mujeres que no pudiendo sentir verdadero amor por otros hombres o mujeres, no pudiendo sentirse hermanos, en lo esencial, del cazador de jirafas de Namibia o de los decoradores de cuevas de la cuenca del Indo, se aplican a profesar la imposibilidad del primero y la inexistencia del último. Pensar eso es como creer que los Grimm defienden el carácter terrible del mundo por el costado terrible de sus historias, o que el párroco Dogson defiende sa naturaleza ilógica del mundo sobre la base de su juego de espejos.
La obra de Kafka juega casi invariablemente (al menos en las novelas y en muchos cuentos) con la presencia de un elemento irracional en una trama ordenada. Un ser topo mítico en un pueblo normal, un hombre que cree que quiere llegar a un castillo, una obra desproporcionada entregada a ejecutores más o menos anónimos, etc. El juego de kafka está en explotar ese contraste, como en toda literatura del absurdo.
Mi tesis es que en muchos relatos ese elemento irracional es el protagonista de la historia, como ocurre en el relato “Ante la ley” y en su parábola, “El proceso”. El hombre que cree que ha caído en una trama irracional y que ha quedado presa de un mal casi personal, no es un condenado, es alguien que no cree ser un condenado y no tiene el coraje de asumirse como tal, ni como inocente. Lo terrible de estos relatos no es el orden imperante, su falta de sentido, ni el papel que nos toca desempeñar. Lo terrible es vivir excluidos de ese orden. Pero esa exclusión es meramente un acto de conciencia, reflexivo, un acto de escisión del mundo. Pensar que podemos quedar fuera de ese orden que rige todas las cosas, de ese cosmos, es lo absurdo mismo. Pensar que el cosmos puede dejarnos afuera una mañana de abril (por no decir otro mes y elegir uno universalmente templado) es como pensar que podemos despertarnos esa misma mañana en la piel de un rinoceronte, siendo un unicornio o una marsopa (sea lo que sea la marsopa).
Pensemos en el relato “Ante la ley”. Allí están el guardián y el sujeto que “quiere entrar” jugando a Hamlet (o que juega a Hamlet queriendo entrar). Por qué hay allí un solo torturado, un solo sufriente. Hay dos hombres atados a una puerta, cuál es la diferencia entre ambos. Que uno acepta su lugar, cualquiera este sea y el otro no hace más que pensar en cuál será su lugar. Separado de la acción y de la vida, el necio desperdicia su tiempo todo en cavilaciones e infelicidad. Imaginemos este relato:
“G, ha estudiado en la escuela legal de guardias de Niemansburg. Sus calificaciones y cualidades no son destacadas, pero tampoco es el último de su clase. Tras la graduación es asignado a la puerta número 237 de La ley. Se lo instruye en su misión. G hubiera esperado algo más pero entiende que eso es lo que hay para él, toma sus cosas, se parapeta frente a la puerta y espera. La labor transcurre sin sobresaltos dentro de los márgenes previstos. Sólo se le ha ordenado vigilar la puerta, que está abierta, y se le ha dado alguna información un tanto inconclusa sobre las labores que se realizan detrás. Un día un hombre lo interroga sobre la posibilidad de pasar. Los días transcurren, el hombre envejece, jamás intenta pasar. G no tiene órdenes precisas sobre qué hacer si aquel forzase la entrada, o sí, pero en cualquier caso sabe que es un buen guardián y duerme el sueño de los justos. Francamente no entiende la existencia de un sujeto tan pusilánime y le parece que todas sus angustias son producto de alguna clase de locura, quizás debida a su carácter de extranjero. Acepta eso también como hubiera aceptado la presencia de fantasmas, si los hubiera tenido frente a los ojos. Completa su misión, se retira.”
La vida de G no es angustiosa, ha aceptado ser humano. El protagonista de la perspectiva kafkiana del relato es el otro hombre, o lo que es lo mismo, el topo. Un elemento no resignado a pertenecer al mundo, ni a ser un dios o como un dios. Como una mancha orgullosa en un mantel jactándose del poco relieve del hilo blanco.
Si así fuera, y basado la firme evidencia de hechos ficticios no veo por qué no podría serlo, Kafka también tiene por precursores a los filósofos de desaliento, el hombre arrojado y la angustia. Precursores póstumos, que no alcanzaron a ver ambos lados de la moneda. Hombres que no pudieron contentarse con ejecutar su incomparable destreza en un solo trapecio.
Los personajes de Kafka, muchos, los protagonistas, no son héroes. Sólo los policiales negros tienen héroes (como Casablanca o la Iliada). Los protagonistas de Kafka no son seres racionales arrojados a un mundo irracional, son el elemento irracional del mundo. Son, cuando humanos, cobardes. El heroísmo está en aceptar nuestro papel secundario, nuestras dos o tres líneas cuando mucho en la historia y actuarlas como es debido; por instinto, en general, o por aceptación; con una media sonrisa. Hector, Rick, y el personaje de de Will Ferrell en Stranger than fiction apuntan en esa dirección. Gloria a ellos, cuyos nombres, como los nuestros, no figuran en ninguna calle.