viernes, 22 de agosto de 2008

Virtudes filosóficas

Hace algunos años, solía iniciar mis cursos de filosofía política leyendo un pasaje de John Stuart Mill. En su acápite a On Liberty escribía: "A la querida y llorada historia de la que fue inspiradora, y en parte autora, de lo mejor que hay en mis obras: a la memoria de la amiga y de la esposa, cuyo exaltado sentido de lo verdadero y de lo justo fue mi estímulo más vivo, y cuya aprobación fue mi principal recompensa, dedico este volumen. Como todo lo que he escrito desde hace muchos años, es tanto suyo como mío; pero la obra, tal cual está, no tiene sino, en un grado muy insuficiente, la inestimable ventaja de haber sido revisada por ella; algunas de sus partes más importantes se reservaron para un segundo y más cuidadoso examen, que ya nunca han de recibir. Si yo fuera capaz de interpretar para el mundo la mitad de los grandes pensamientos y nobles sentimientos enterrados con ella, le prestaría un beneficio más grande que el que verosímilmente pueda derivarse de todo cuanto yo pueda escribir sin la inspiración y la asistencia de su sin rival discresión".
El ensayo que le sigue tiene numerosas desprolijidades, argumentos no del todo sólidos, algunas tesis controversiales e incluso contradictorias. Sin embargo, después de esa introducción, uno ya sabe que cualquiera de los errores es menor, que encontrar cualquier defecto producirá molestia e incomodidad. Después de esa introducción uno quiere que él tenga razón, uno sabe que el texto está escrito por un buen hombre. Basta ese pasaje inicial para justificarlo.
En una de sus cartas a Rousseau, fechada el 12 de septiembre de 1756, Voltaire se excusa por no poder responder a cierta discusión propuesta por el autor del Contrato. Cuenta que está enfermo, al cuidado de sus nietos y que eso no le deja demasiado tiempo para las diversiones filosóficas. Escribe: "... de todos los que lo ha leído, nadie lo estima más que yo, al margen de mis maliciosas humoradas; y que de todos los que lo verán [Rousseau planificaba por entonces regresar a Francia] nadie está más dispuesto a quererlo tiernamente. Je commence par supprimer toute cérémonie". Más allá de sus maliciosas humoradas, el viejo y enfermo Voltaire escribe a su viejo rival, también enfermo. Y no le expresa más que amistad: Empiezo suprimiendo toda ceremonia.
Hay cierta sensibilidad, estética o moral da igual, que se manifiesta en la emoción ante regalos muy humildes o en la sensación ante un muerto querido de haber podido ser más buenos con él y no haberlo sido. Hay alguna fibra capaz de comprender el error bien intencionado. Alguna dignidad en hacer el mejor intento, fracasado o no.
En Filosofía, donde las soluciones saben ser varias, y muchas las alternativas para expresarlas, el error es casi inevitable, si es que tiene sentido hablar de errores o de verdad y falsedad en este ámbito. La cuestión es cuál es el contexto de ese error.
Estoy persuadido de que un buen hombre se equivoca mejor que uno malo, de que aquella sensibilidad basta para ser bueno y de que el éxito del insensible es vulgar (estética o moralmente, da igual). Un mal hombre no puede hacer buena filosofía, como no puede hacer nada demasiado bien, porque nada bueno es vulgar. Palabras más, palabras menos.

domingo, 10 de agosto de 2008

Mi triste decadencia intelectual [Pesadilla]

No puedo dormir. Acá, en este mundo, no se duerme. O sí, pero no yo. Yo no.
Llevo horas en silencio. Tengo miedo de no poder hablar. Y aunque sé que el sonido de mi voz tendría un seguro efecto tranquilizador, sé también que fracasar en una empresa tan fácil, lo que por otra parte podría ocurrir por motivos diversos, sería una evidencia insoportable de irrealidad. Abrir los ojos después de parpadear también me asusta. Y aunque no llega a alegrarme, es un alivio encontrar las cosas otra vez en sus lugares aparentes. Pestañeo con cautela. Si dejara de respirar o de pensar por un instante, tendría miedo del tiempo.
Todos, como yo mismo, hemos sabido despertar acariciando una figura que no está. Cuando tenía cuatro años, y hacen ya más de veinte años de eso, soñé un torso de mujer que bailaba a los pies de mi cama. A los siete, edad en la que uno ya no confunde ficción con realidad, o al menos en que nunca todavía ha empezado a confundirlas, busqué afiebrado y por días un disfraz de perro que no tenía ni tuve. Todos, especialmente yo, hemos pensado en lo terrible de estas pérdidas: mundos enteros perdidos a causa de despertar. Y aunque es terrible, sí, no es nada en comparación con ser parte del mundo perdido.
Nunca antes reparé en qué habrá pensado aquella media mujer cuya incompleta anatomía no supo satisfacer mi masculinidad infantil; en qué ropero enfrentó el disfraz las fatales polillas. Ahora sé muy bien qué pienso, ahora, que sé muy bien que pienso, que no puedo dormir y me sé sueño.
Ahí estuve con ella y fui real. Real como todo lo soñado es real cuando se sueña. Mientras sueña quien sueña. Ahora apenas si subsisto, insomne.
Ahora que es muy tarde para su noche estará, fatalmente, como las polillas, con otro. No conmigo en ningún ropero, con alguien de su realidad. Despierta todavía, despertando. Y aunque, en el mejor de los casos y dudo mucho que eso ocurra, me sienta perdido en veinte años, como yo a mi disfraz de perro y a aquella media mujer que no era del todo a los pies de mi cama (ésta última sí real) aunque me sienta así, ella es y yo insomne.
Todo intento es inútil, no puedo intervenir, mi continuidad es azarosa. A lo sumo participo de su vigilia como un recuerdo, como una manifestación involuntaria. Quizá sean eso algunos fallidos, no algo desocultado sino una voluntad ajena. Propia desde mi lugar, mía en este caso. Mais, que sais je? Siendo, como soy, el sueño, mis intervalos no tienen para ella continuidad, mi tiempo no es el suyo.
Pascal pensó que un rey que soñara doce horas al día que era campesino y un campesino que se soñara rey doce horas cada día serían igualmente felices. Puede ser. Pero qué de las vidas de los campesinos irreales del rey y de la corte imaginaria del campesino. Quién piensa en ellos cuando dejan de soñarlos. En qué quedan sus existencias subsidiarias. ¿Son, como yo, sueños conscientes de su carácter ilusorio? Campesinos y nobles de mala gana, alfiles resignados como Héctor a un juego angustioso y ajeno. ¿Saben de mí como yo de ellos? Y ella, ¿sabe de ellos? O lo que es más importante ¿sabe de mí?
Antes, durante su sueño, pensaba que soñábamos juntos. Y creyendo en cierta simetría nos amamos tiernamente. Ahora yo ya sé qué pasa: estoy fuera de mí Mi continuidad en mi es falsa, en ella, no es.
Borges dijo una y mil veces que la realidad es un sueño colectivo más o menos difundido. Pero qué cuando eso no pasa. Qué cuando esto pasa. ¿Hay dos irrealidades, la suya y la mía? A priori tal vez, en los hechos no. El irreal aquí soy yo. Por eso no puedo dormir. Probablemente no esté definido qué sueñan los sueños cuando no son soñados.
Releo y comprendo que todo esto es un sin sentido, quizás no se pueden hilar pensamientos u ordenar causalmente sucesos en los sueños. Puede soñarse no obstante que se los hila y ordena. ¿Tu también Hobbes?
En momentos así, uno sabe que necesita un viaje. Como Dante y como Ulises. El viaje adecuado lleva de un punto a otro sin pasar por donde no se puede. Un viaje a los muertos sin morir ni dormir, quizás soñar, nada más; maldito soliloquio. -Príncipe fui, sí que lo fui, no soñé. Príncipe fui, tuve un hogar y un amor-canturrearía el príncipe homeless. ¿Podría el campesino que soñaba medio día (todo-por-mitades-hoy-se-ve) encontrar viajando a su corte y ser rey como Sancho en barataria? Mi burro por un globo aerostático.
Sólo los Ángeles tienen la respuesta. Me duele esa mujer en todo el cuerpo.

domingo, 3 de agosto de 2008

Ficciones de argumentación

Observa Teofrasto que la locuacidad no es sino una incontinencia de la palabra. La charlatanería, se esfuerzan por distinguir los filólogos, sería la locuacidad sin propósito. El locuaz, siempre replica, no importa el tema; el charlatán, siempre, afirma. La argumentación requiere así de la presencia, física o simbólica, de ambos: el incontinente y el inoportuno objetor.
Que la filosofía es un género literario dentro de la ficción, aunque muchas veces constituya una ficción muy mala, me parece una tesis irrebatible. De ese género son maestros Voltaire y Chesterton: The man who was Thursday (A nightmare) es una defensa de la superioridad estética y revolucionaria del orden, del milagro del lugar común; Candide ou l’ optimisme no es sino una gran reducción al absurdo de los principios de la filosofía de Leibniz y Spinoza. Ambos maestros son escritores locuaces.
A veces, la filosofía es, no menos, una ficción de argumentación; así, en el ser y la nada, Sartre afirma la inmanencia de la nada en el ser a partir de cosas como “Pedro no-está” o “no-hay diez francos en mi billetera” como si el uso de cursivas y guiones (también abuso de su análogo-alemán-Heidegger) tuviera alguna clase de virtud estética o vínculo con la verdad. “Si hay que saber bailar con los pies, con los conceptos, con las palabras; ¿es necesario agregar que hay que saber bailar también con la pluma, que hay que aprender a escribir?” comenta Nietzsche, quien tiene toda la razón y actúa en consecuencia. Decir mal es no decir (Oh Sofista 259d-268-d!). La verdad no puede ser enunciada en una mala frase. Y si así no fuera, peor para ella. Afortunadamente, aunque no es posible saber qué es verdad, sí podemos saber cómo no enunciarla.
Lo importante es escribir bien, como Russell, como Hume, como Bergson, Platón, Descartes, Machado, etcétera… Y en consonancia con lo dicho quisiera proponer un nada nuevo criterio de corrección argumental: ningún buen argumento es una mala ficción, ninguna buena ficción es un mal argumento. De este modo, Walzer y Rawls son peores que Philip Dick y John Stuart Mill, y Huxley y Borges mejores que Kant. Y si así no fuera, peor para ellos.