viernes, 29 de enero de 2010

La construcción virtual del imaginario social: prolegómenos a una crítica de la ficción popular en la era multimedial.

El mundo editorial y literario celebra la póstuma edición de la obra magna de Pierre Duchant La construcción virtual del imaginario social: prolegómenos a una crítica de la ficción popular en la era multimedial. El autor, nacido en 1981 y autor también de Otros libros, compiló y estudió durante ocho años las nuevas formas de literatura a que dio lugar la difusión de la red de redes. Considerado el enfant terrible de la vida universitaria del nuevo milenio, sus clases y conferencias lo convirtieron en un referente en el área y su selección crítica de los mejores exponentes de esta literatura era esperado con ansiedad por el mundo académico desde hacía varios años. Infortunadamente, su temprana muerte producto de una infección por Sacarovictus Coccus no le permitió ver finalizada su obra, pero las numerosas notas y escritos encontrados por su familia permitieron a los eruditos dar forma final a la que es, sin duda, su obra cumbre. Aquí reproducimos el prólogo escrito por Duchant a modo de homenaje.

La aceleración de la accesibilidad al espacio dual de la fisicidad moderna, que como en las más apocalípticas pesadillas borgeanas se cierne amenazante –imparable fagocitosis metafísica- sobre su contracara ontológica: la mente, el mundo la historia (ruinas melancólicas y raídas de la mitología fundacional de nuestra post- existencia hipercapitalista), en el que los no- sujetos imaginantes prolongan su presencialidad global, desgarran su unicidad identitaria, resultando en múltiples escisiones de lo uno o fusión unitaria de lo múltiple –condenando así al ridículum a toda pretensión de clasificación cosificante, sustancializante-, y su situabilidad cartesianizante se esfuma en la no- localidad del cuanto, arrojan cada vez más a la infinita virtualidad los embriones de una neo- literatura viralmente creciente, que avanza en directa proporción a la regramatización y reortografización de las lenguas, en la que cristalizan los nuevos mitos fundacionales de una culturalidad global. Cabe, empero, rescatar lo trans- epocal manifiesto en su apelación a los motivos de la finitud, la fragilidad del cuerpo, la plutomanía y la devoción a lo trascendental. La literatura hoax, aunque el concepto de literatura sólo tenga sentido a la luz de un paradigma definidor al que el hoax es ajeno, por lo que se ha sugerido el más adecuado neo- literatura o post- literatura –terminología ésta que depende de la interpretación de las condiciones de posibilidad de su existencia, sobre la que los académicos aún no hemos llegado a acordar-, funda, decíamos, una nueva manifestabilidad simbólica de la sentimentalidad, del terror, de la caducidad que, como todo espacio de significantes, instaura su propio correlato en el plano del ser. Constitutiva de su esencialidad es su no- originariedad, su no- autoricidad –tan inconmensurable con lo anónimo donde la ignorancia es indeterminación de un referente existente en tanto que aquí se trata de una condición fundamental de no existencia- que es síntoma de su virtualidad. Los ejemplos se multiplican y sus consecuencias para la mencionada constitución de una onticidad de no- sujetos deslocalizados fluida y global son incalculables. Su radical alejamiento de –oposición a- la sólida concretidad del ente moderno se ve en la clausura de su efectividad dentro del espacio de lo virtual. Así, la plutomanía compulsiva se retroalimenta infinitamente sin salir de la virtualidad en la circulación de textos como “Bill Gates está compartiendo su fortuna. Si usted ignora esto se arrepentirá después. [...] Si usted remite este e-mail a sus amigos, Microsoft puede rastrearlo y lo hará (si usted es usuario de Microsoft Windows) en un periodo de tiempo de una semana [...]. En dos semanas, Microsoft se pondrá en contacto con usted para pedirle su dirección y entonces le enviará un cheque”. Así también, el hoax ha generado una nueva interpretación de la mortalidad y su transemanticidad con la microbiología, la química y la botánica en una de las piezas de mayor sentimentalidad existencial y complejidad estructural: “El día 08/01/06 mi hermano infelizmente falleció y como los médicos aún no nos habían dado el diagnóstico, llamé a mi abogado que entró en contacto con el Hospital. Tuvimos una reunión directamente con el director del hospital. Para nuestra sorpresa el caso era el siguiente: los sitios nocturnos sirven cervezas LONG NECK, y muchas personas piden que sea colocado una RODAJA DE LIMÓN para darle un “toque especial” (y por qué no decir mortal). [...] El Acido Cítrico del limón “viejo” en acción con los conservantes estabilizantes excesivos presentes en la cerveza son un paraíso para microorganismos ya existentes naturalmente en las cervezas (Sacarovictus Coccus Cevabacillus ativus) tipo draft. El resultado es la producción de una toxina altamente nociva a nuestro organismo”. La evidente interculturalidad del texto –la iconogafía foucaultiana del hospital, la apropiación de la terminología de Linneo, así como las alusiones a la cultura popular y de la noche- fueron motivo de agudas indagaciones académicas de las que nuestra lista de fuentes bibliográficas puede mencionar solamente aquellas que más repercusión han tenido o que puedan servir de orientación para ulteriores indagaciones. Por lo demás, la corrosiva constitutividad así como la relingüisticalidad de los textos seleccionados es patente, por lo que dejamos paso a la receptividad hermenéutica del leyente.

jueves, 21 de enero de 2010

EL RUIDO III (El discreto encanto de la discreción)

“Señor, vea que se le moja el paraguas”
Macedonio Fernández
Del bobo de Buenos Aires

El ruido me persigue por toda Buenos Aires; y como he decidido que la ciudad me es casi tan desagradable como grata (pero menos desagradable que grata), querría hacer un mínimo aporte para mejorar, aunque más no sea de modo infinitesimal, la vida en la urbe, considerando que yo mismo me he condenado a ella.
Cansado ya de soportar las impertinencias sonoras en los transportes públicos de pasajeros, y en vista de que me es imposible obligar a las empresas a que renueven su parque automotor, para con ello atenuar el ensordecedor ronroneo de sus diesel, el irritante chirrido de sus frenos y el penetrante resoplo de aire comprimido de sus puertas automáticas, me limitaré a intentar modificar sutilmente los hábitos de los pasajeros.
A fuerza de cambiar infructuosamente de vagón en trenes y subtes, de omitir mi queja al pasajero fuera de juego por temor a que éste lo tome a mal, o por miedo a perder yo mismo los estribos (con el consiguiente riesgo de ser arrojado del vehículo en movimiento por un tipo de pocas pulgas), he decidido probar una nueva estrategia.
Sabido es que el pedir que una persona baje el volumen de su música puede ser erróneamente considerado como un atropello a su libertad (¡oh, palabra bastardeada!) en pro del bienestar de uno (que al aludido le es francamente indiferente). El método consiste, entonces, en hacer creer al sujeto que uno desea hacerle un favor. Por ejemplo, ante un joven que insiste en aturdir a todo el pasaje con su música, se puede decir cortésmente:
-Disculpe usted, caballero, pero ¿no considera que está haciendo un deshonor a esa música (acá valen las mentiras piadosas, ya que la causa es noble), reproduciéndola en un aparato que tiene muy mala fidelidad? ¿Acaso su disfrute no es interrumpido constantemente por un contrapunto de motores, frenadas y bocinazos? Pienso que sería mucho mejor para usted gozar de la alta fidelidad, sin interrupciones, apoltronado en el sillón de su casa.
La cuestión de los celulares requiere estrategias similares. El primer caso se refiere los ringtones que reproducen, con un sonido espantoso, fragmentos de piezas célebres, como por ejemplo la badinerie de la suite número dos o la fuga en re menor de Bach.
-¿No cree, señor, que, a fuerza de recibir continuos llamados ingratos e inoportunos, terminará usted detestando esa pieza maravillosa?
El otro caso se refiere a aquellos que sostienen largas conversaciones (a menudo discusiones) a través de la red de telefonía móvil. Habitualmente lo hacen vociferando, de modo tal que uno no puede sostener una conversación a media voz con un compañero de viaje ni sumergirse en los propios pensamientos. En tal caso se puede utilizar el siguiente recurso:
-Disculpe, señorita, pero me parece que varios pasajeros están muy interesados en eso de que su novio le mete los cuernos. Hay una señora que está empezando a mirarla a usted de reojo y a sonreírle socarronamente a la chica que viaja a su lado. ¿No cree que, por resguardo a su intimidad, debería continuar la discusión en otro momento y en privado?
Ahora que lo pienso bien, no sé si el método será muy efectivo. Quizá lo mejor sea viajar siempre en taxi, pero la verdad es que no me da el presupuesto; y para colmo también existe el riesgo de tener que pedirle al taxista que baje el volumen porque, al menos a mí, Radio 10 me exaspera.

domingo, 3 de enero de 2010

Kafka: basado en hechos ficticios.

La vida literaria y la vida misma, que a veces es también literatura, que siempre, cuando buena, es una parábola de la vida, no recorren en general caminos parejos. Pocos pueden, como pudo Dickens, sostener una vida larga de producción y éxito más o menos constante. Y aunque son bastantes los que como Schiller, Wilde o Verlaine, alcanzan notoriedad a edad temprana, los más, como tantas bataclanas, tienen una vida breve en las literarias alturas (“todo cae” pienso que piensan tantas bataclanas). Descontando a los que caen en el lugar común (equivalente literario del saco azul-pantalón gris) y optan por quedarse ciegos (Homero, Flaubert, Joyce) hay otra clase de escritores. Estos últimos publican de más en más, alcanzan fama creciente y dedican sus años de madurez a la edición y publicación de sus aparentemente inacabables borradores. Kafka, es de prever, hubiera podido ser de esos últimos; sabemos hoy, no pudo.
Nacido en Praga en 1883, conoció la literatura, el amor y la pobreza. Ejerció las tres apasionadamente. Contrajo matrimonio y tuberculosis. Murió en Austria, en 1924. Debemos nuestro conocimiento de su obra a la tuberculosis, a la desobediencia de Max Brod y a diversos editores. [N de E.qué detestables, en general, los editores de crítica, con sus estudios preliminares duplicando la extensión de los libros, evitando que uno pueda disfrutar del doble de obras del autor que importa, y llenando con notas vulgares las partes más bajas de muchos buenos relatos.]
La observación borgeana de que Kafka, como todo escritor clásico, ha creado a sus precursores se ha convertido, justamente, creo, en un locus classicus: “El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado…”. Sorprendentemente, Borges no menciona a Chejov entre los precursores de Kafka. Cuentos como “Vania se examina en griego”, “El actor trágico” o “ El suboficial Prishibieiev”, fechados entre 1883 (año de nacimiento de K) y 1885, lo prefiguran en no menor medida que Browning o Kierkegaard.
Igualmente universal, aunque menos explícita, es la idea de que Kafka a su vez puede inscribirse en la línea de Becket, Heidegger y, pongamos, Derrida. Más aun, esta es la lectura usual: K sería el típico sujeto arrojado en un universo irracional. Pero las cosas son de otro modo. Yo no creo que Kafka participara de la amarga jactancia y del orgullo infeliz de los “contemporáneos”. Yo no quiero creer eso. Kafka no está retratando un ideal, ni un universal. Su obra es política en el más alto sentido, es una obra moral. Él está denunciando el peor de los crímenes en masa que se estaban por cometer: la defensa del desencanto y la envidia.
No sé cómo pudo universalizarse una prédica de la infelicidad y el odio. De cómo el siglo XX pudo finalmente establecer como punto de partida poco menos que evidente que todas las virtudes, felicidades y realizaciones humanas deben ser despreciadas por falsas. No sé cómo es posible que se acepte que la única forma de existir es finita angustiosa y vacía. Ni siquiera podría entenderlo si esa falsedad fuera cierta (y no lo es). Sus acólitos, no ven una refutación de sus esperpentos teóricos inhumanistas en un hombre feliz que juega con sus hijos o pasea con su familia; sólo ven en él un hombre engañado. Así hacen su camino de miopes que negando el caracter definidode las formas (que sólo ven borrosas en el mejorde los casos) queriendo convencer a todos de que se pongan sus lentes de desenfocar; mezclando lo claro y lo oscuro , lo distinto y lo dudoso en un gris apatíco de mierda. ¿Quién ha visto ciegos burlarndose de los videntes y de su ilusión del color?
Volviendo a nuestro asunto, lo que quiero defender es que Kafka no pertenece a las filas de los propulsores del descontento universal; a esa clase de hombres y mujeres que no pudiendo sentir verdadero amor por otros hombres o mujeres, no pudiendo sentirse hermanos, en lo esencial, del cazador de jirafas de Namibia o de los decoradores de cuevas de la cuenca del Indo, se aplican a profesar la imposibilidad del primero y la inexistencia del último. Pensar eso es como creer que los Grimm defienden el carácter terrible del mundo por el costado terrible de sus historias, o que el párroco Dogson defiende sa naturaleza ilógica del mundo sobre la base de su juego de espejos.
La obra de Kafka juega casi invariablemente (al menos en las novelas y en muchos cuentos) con la presencia de un elemento irracional en una trama ordenada. Un ser topo mítico en un pueblo normal, un hombre que cree que quiere llegar a un castillo, una obra desproporcionada entregada a ejecutores más o menos anónimos, etc. El juego de kafka está en explotar ese contraste, como en toda literatura del absurdo.
Mi tesis es que en muchos relatos ese elemento irracional es el protagonista de la historia, como ocurre en el relato “Ante la ley” y en su parábola, “El proceso”.
El hombre que cree que ha caído en una trama irracional y que ha quedado presa de un mal casi personal, no es un condenado, es alguien que no cree ser un condenado y no tiene el coraje de asumirse como tal, ni como inocente. Lo terrible de estos relatos no es el orden imperante, su falta de sentido, ni el papel que nos toca desempeñar. Lo terrible es vivir excluidos de ese orden. Pero esa exclusión es meramente un acto de conciencia, reflexivo, un acto de escisión del mundo. Pensar que podemos quedar fuera de ese orden que rige todas las cosas, de ese cosmos, es lo absurdo mismo. Pensar que el cosmos puede dejarnos afuera una mañana de abril (por no decir otro mes y elegir uno universalmente templado) es como pensar que podemos despertarnos esa misma mañana en la piel de un rinoceronte, siendo un unicornio o una marsopa (sea lo que sea la marsopa).
Pensemos en el relato “Ante la ley”. Allí están el guardián y el sujeto que “quiere entrar” jugando a Hamlet (o que juega a Hamlet queriendo entrar). Por qué hay allí un solo torturado, un solo sufriente. Hay dos hombres atados a una puerta, cuál es la diferencia entre ambos. Que uno acepta su lugar, cualquiera este sea y el otro no hace más que pensar en cuál será su lugar. Separado de la acción y de la vida, el necio desperdicia su tiempo todo en cavilaciones e infelicidad. Imaginemos este relato:
“G, ha estudiado en la escuela legal de guardias de Niemansburg. Sus calificaciones y cualidades no son destacadas, pero tampoco es el último de su clase. Tras la graduación es asignado a la puerta número 237 de La ley. Se lo instruye en su misión. G hubiera esperado algo más pero entiende que eso es lo que hay para él, toma sus cosas, se parapeta frente a la puerta y espera. La labor transcurre sin sobresaltos dentro de los márgenes previstos. Sólo se le ha ordenado vigilar la puerta, que está abierta, y se le ha dado alguna información un tanto inconclusa sobre las labores que se realizan detrás. Un día un hombre lo interroga sobre la posibilidad de pasar. Los días transcurren, el hombre envejece, jamás intenta pasar. G no tiene órdenes precisas sobre qué hacer si aquel forzase la entrada, o sí, pero en cualquier caso sabe que es un buen guardián y duerme el sueño de los justos. Francamente no entiende la existencia de un sujeto tan pusilánime y le parece que todas sus angustias son producto de alguna clase de locura, quizás debida a su carácter de extranjero. Acepta eso también como hubiera aceptado la presencia de fantasmas, si los hubiera tenido frente a los ojos. Completa su misión, se retira.”
La vida de G no es angustiosa, ha aceptado ser humano. El protagonista de la perspectiva kafkiana del relato es el otro hombre, o lo que es lo mismo, el topo. Un elemento no resignado a pertenecer al mundo, ni a ser un dios o como un dios. Como una mancha orgullosa en un mantel jactándose del poco relieve del hilo blanco.
Si así fuera, y basado la firme evidencia de hechos ficticios no veo por qué no podría serlo, Kafka también tiene por precursores a los filósofos de desaliento, el hombre arrojado y la angustia. Precursores póstumos, que no alcanzaron a ver ambos lados de la moneda. Hombres que no pudieron contentarse con ejecutar su incomparable destreza en un solo trapecio.
Los personajes de Kafka, muchos, los protagonistas, no son héroes. Sólo los policiales negros tienen héroes (como Casablanca o la Iliada). Los protagonistas de Kafka no son seres racionales arrojados a un mundo irracional, son el elemento irracional del mundo. Son, cuando humanos, cobardes. El heroísmo está en aceptar nuestro papel secundario, nuestras dos o tres líneas cuando mucho en la historia y actuarlas como es debido; por instinto, en general, o por aceptación; con una media sonrisa. Hector, Rick, y el personaje de de Will Ferrell en Stranger than fiction apuntan en esa dirección. Gloria a ellos, cuyos nombres, como los nuestros, no figuran en ninguna calle.