jueves, 19 de noviembre de 2015

Viajes (VI) - Bangladesh en Londres

Foto: Nora Spatola (2014). Fournier Street
En una oportunidad, un amigo inglés me dijo que en Londres se podía comer todo tipo de comida internacional de la mejor calidad. Cierto es que la comida londinense no goza de buena fama, pero la internacional que allí se prepara sí. ¿El fundamento? La diversidad cultural. Hay generaciones de inmigrantes e hijos de inmigrantes –más de la mitad de la población- allí instaladas que dejaron una impronta indeleble, como es el caso de la comunidad china en el famoso Chinatown
Brick Lane es una calle del East End, situada cerca del Tower Bridge, el puente más famoso de Londres, que parece un barrio de Bangladesh en medio de la capital inglesa. A ambos lados de la calle se ven restaurantes bengalíes que tienen la particularidad de que, en su mayoría, no venden alcohol porque son halal. No pueden venderlo pero sí se lo puede consumir, por lo que es bastante usual que los clientes lleven su propia bebida alcohólica, que puede ser comprada en alguno de los mercados de los alrededores que están abiertos hasta tarde y la venden un poco más cara que otros comercios.
Hombres de origen bengalí intentan convencer a los transeúntes de que entren en los locales que promocionan. Uno bajito, que habla un inglés con mucho acento, nos invita a pasar a comer. Pregunta:
-Where are you from?
-Argentina
Piensa un instante y dice lo obvio:
-Maradona’s country!
-Yes!
Y luego, lo inesperado:
-And Victoria Ocampo’s, one of my favorite writers!
Intenta convencernos de que entremos y nos dice que podemos comer por diez Libras cada uno. Le decimos que no porque esa noche ya teníamos decidido comer en el departamento. Dice entonces:
-Tomorrow, then.
Le decimos que no estamos solos en Londres y que tenemos que consultarlo con quienes nos acompañan.
Seguimos camino. Un hombre parado en la puerta del restaurante de al lado, que escuchó la oferta del otro, nos dice:
-You can eat for nine Pounds and a half.
-No, thank you.
Al día siguiente, el admirador de Victoria Ocampo nos ve desde la vereda de enfrente. Grita:
-Argentina!
Cruza la calle.
Nos recuerda que nos habíamos comprometido a comer esa noche en el restaurante en el que él trabaja. Me hace prometerle que vamos a ir, ofreciéndome su meñique para entrelazarlo con el mío:
-Because we are brothers.
Esa noche, finalmente, no fuimos a comer a ese restaurante sino a otro, en el mismo barrio, que nos habían recomendado. La comida bengalí era excelente y muy picante. Tuvimos que apagar el fuego con cerveza india que compramos en un mercadito de la zona.
Nuestra corta estancia no nos permitió corroborar el mito de que la comida inglesa no ofrece demasiadas opciones al tradicional fish & chips, aunque sería injusto ignorar al glorioso crumble de manzana. Sin embargo, dado el cosmopolitismo de Londres, no estaría mal incluir la comida internacional dentro de su propia tradición, así como Brick Lane es ya una parte de la cultura de la ciudad.

viernes, 29 de mayo de 2015

Viajes (V) - Bratislava siempre estuvo cerca

Foto: Nora Spatola (2015). Bratislava
El este queda a una hora de tren.
Ir desde Viena a Bratislava no implica simplemente viajar de una ciudad a otra en una hora sino, también, ir de un país a otro muy diferente y, si se quiere, del llamado primer mundo al tercero. Hace treinta años habría sido también un viaje burocrático y complicado desde el mundo capitalista del oeste al comunista del este.
El hecho de que Bratislava sea la capital de Eslovaquia es algo que confunde bastante a los no afectos a la geografía y a la política internacional, que no tienen muy claro qué pasó después de la caída del muro de Berlín. En 1993, pocos años después del colapso del bloque socialista, la República de Checoslovaquia quedó pacíficamente dividida en dos países: la República Checa, cuya capital es Praga, y Eslovaquia, cuya capital es Bratislava.
Praga es algo así como la reina de Europa del este. Muy bien conservada, poco dañada por la segunda guerra mundial y hermosamente gótica, goza hoy del privilegio y la desgracia de ser una de las ciudades favoritas del turismo. Bratislava es la otra, la desconocida, la oculta, una capital con pocos habitantes y curiosamente ubicada muy cerca de las fronteras de Eslovaquia con Austria y con Hungría. Llegar a ella desde Viena y encontrarse con su pequeña estación Hlavná Stanica es una experiencia similar a la de llegar a la estación de un pueblo desde una capital.
Muy cerca de ahí se encuentra la ciudad vieja, a la que se puede llegar caminando y acceder por la Michalská Brána o puerta de San Miguel, una de las cuatro que daban acceso a la antigua ciudad amurallada. Ahí comienza una especie de viaje al pasado que, según parece, también está cerca.
La ciudad vieja, además de bella, es melancólica, aunque no sé si eso es algo intrínseco a ella o una impresión producida por una contingencia meteorológica. Esa impresión de melancolía, que por provenir de un viaje tan breve puede ser engañosa, me la transmitió también lo poco que conocí de la ciudad nueva, pero no restó belleza a la experiencia sino que la hizo más rica, tal vez por el contraste con el ruido y las multitudes habituales de las grandes ciudades turísticas europeas.
Hacia el oeste, la magia medieval de la catedral svätého Martina termina brutalmente en un muro tras el que se erige Staromestská, una autopista digna de las pesadillas de Cacciatore, que separa la ciudad vieja del castillo erguido sobre una colina. Hacia el sur, el Danubio es atravesado por el Nový Most o puente nuevo, rematado por una alta torre con un restaurante en forma de plato volador en su extremo, un resabio de la obsesión por la conquista del espacio de la época la guerra fría, como lo es también la Fernsehturm de Berlín oriental.
La mayor parte de los viajes que se hacen a Bratislava son breves y se consideran una especie de yapa a los que se hacen hacia las ciudades más grandes de Europa. Sin embargo creo que es difícil llegar ahí y no querer quedarse más tiempo en el este e incluso llegar mucho más lejos, porque al caer la cortina de hierro se abrió un mundo nuevo al que viajar, aunque ese mismo hecho lo haya convertido en un lugar distinto del que fue.
Pese a su proximidad con occidente, un siglo de secesiones y guerras frías y calientes la convirtieron en un lugar lejano. Ahora, en paz, en una Europa casi sin fronteras, Bratislava está cerca.

viernes, 15 de mayo de 2015

Viajes (IV) - Venecia resiste

Foto: Nora Spatola (2015). Venecia
Según creo, supe de la existencia de Venecia siendo muy chico a través de un dibujo animado. No puedo decir con exactitud cuál era (ni siquiera puedo saber con precisión si fue así, aunque así lo recuerdo o así me parece recordarlo) pero es posible que haya sido El Inspector. Lo cierto es que Venecia siempre me resultó un lugar más perteneciente al mundo de la fantasía que al de la realidad. Las primeras fotos aéreas que pude ver (en tiempos en que algo como Goggle Maps no podía siquiera sospecharse) confirmaron esa idea. ¿Cómo podía existir una ciudad que estuviera construida prácticamente sobre el agua y que en vez de calles tuviera canales? Esas peculiaridades, su antigüedad y su belleza, sumadas a la distancia reforzaron esa idea: Venecia no podía ser real.
Pero es real. Bueno, en cierto modo lo es. Ahí están, en efecto, su Gran Canal, su Piazza San Marco, su Ponte Rialto, sus canales y sus puentes más pequeños y toda su extraordinaria arquitectura. No es necesario buscar arte en Venecia porque toda ella lo es. Lo que resulta irreal es que no parece tener vida fuera del turismo, como si se tratara de un parque de diversiones sofisticado.
No quiero ser injusto, unos pocos días no bastan para conocer su otra vida, la oculta, donde quizá uno pueda dar con un buen restaurante de precios módicos y porciones generosas (cómo no imaginar en Italia a un mozo de frondosos bigotes sirviendo suculentas y abundantes pastas preparadas por una señora gorda) en vez de pizzerías con estética fast food de dueños orientales que casi no hablan italiano, o descarados restaurantes para turistas atendidos por inmigrantes norteafricanos, seguramente muy mal pagos, que sirven platos escasos a precios exorbitantes.
Las góndolas, de aspecto lujoso y funerario, forman parte de una especie de monopolio del transporte recreativo y caro. No me fue muy difícil imaginar un futuro de góndolas mecánicas en la ciudad convertida en una especie de Disneyworld barroco-renacentista.
Dicen que Venecia se hunde poco a poco. Sería una verdadera pena, porque es una ciudad única en el más pleno sentido de la palabra, aunque tampoco puedo evitar imaginarla totalmente sumergida, convertida en la obsesión de los turistas aventureros que, por unos cuantos Euros, podrían bucear entre las torres y los campanarios.
Pero Venecia sigue ahí, hermosa e irresistible, llena de historia, canales, palacios, puentes y turistas. Y, sin duda, vale la pena conocerla antes de que, si los pronósticos catastrofistas son acertados, desaparezca.