lunes, 16 de enero de 2017

Viajes (X) - Caltagirone ida y vuelta

Foto: Nora Spatola (2016). Santa Maria del Monte
Alejándose del azul de la costa siciliana y adentrándose en las montañas, a seiscientos  metros de altura y sin decidirse a ser ciudad o pueblo, se encuentra Caltagirone.
Desde Catania y atravesando una angosta ruta en medio de un paisaje elevado, el micro llega, después de una hora y media de viaje, a una terminal casi desierta que se encuentra junto a una estación de tren también casi desierta, donde se ve a unos pocos hombres sentados y un colectivo con un cartel que dice Circolare, que suponemos nos puede dejar en el centro. Preguntamos, subimos, nos acomodamos en los asientos y, después del viaje en el que no falta el personaje que da charla al conductor durante todo el trayecto, nos encontramos en el centro, donde unos cuantos jubilados conversan en una plazoleta, mientras dejan pasar las horas de la mañana.
Dos cosas, ambas relacionadas entre sí, dieron una modesta fama a Caltagirone: la cerámica artesanal, que se produce desde las épocas musulmana y normanda, y la interminable escalera de Santa María del Monte, admirablemente decorada, escalón por escalón, con piezas de la famosa cerámica esmaltada. A nuestro lado, dos chicos la suben corriendo pero pierden el aliento antes de llegar a la cima. Nosotros subimos lentamente hasta llegar a la iglesia del mismo nombre, desde donde la vista es estupenda. A los lados, las pequeñas calles llegan hasta unas casas bajas llenas de encanto.
“Oggi abbiamo un sole francese” nos dice uno de los empleados de la secretaría de turismo, que nos entrega un hermoso y exagerado mapa de la ciudad. Una resolana templa el mediodía fresco. No es uno de esos días soleados típicos de la primavera del sur de Italia sino uno inestable, que amenaza con volverse frío y lluvioso en cualquier momento.
Caminando entre una arquitectura barroca construida sobre un trazado medieval lleno de desniveles (un terremoto arrasó los viejos edificios en 1693) las calles comienzan a vaciarse hacia el mediodía, tanto que parece difícil encontrar algún restaurante abierto. Finalmente damos con uno para la obligatoria pasta del almuerzo.
Al salir, la calle está prácticamente desierta y el cielo completamente nublado. La temperatura ha bajado unos grados y el viento se hace sentir. Caminamos un poco más pero la tarde se ha vuelto desapacible.
Dada la falta de información sobre los horarios del colectivo circular en el cartel de la parada (es, aparentemente, el único que va a la estación y, justamente, el único cuyo horario no figura) decidimos tomar el primero que venga, a sabiendas de que tendremos un largo tiempo de espera hasta la partida del micro de regreso a Catania.
Ya en el circular, otra vez el mismo hombre conversando con el conductor, dando vueltas, dejando pasar las interminables horas.
El colectivo se detiene en una calle y comienza un diálogo entre el conductor y un transeúnte. No llegamos a oír o a entender del todo, aunque el diálogo se extiende acompañado por elocuentes gestos de resignación y negación con la cabeza. Un pasajero viejo, sentado un par de asientos delante de nosotros, se da vuelta y nos explica en italiano: “Cincuenta y nueve años. Un ataque al corazón”
Seguimos viaje hasta la terminal. Al bajar, el desierto. Falta todavía una hora y media para que salga el micro a Catania. El conductor, siempre en italiano, nos pregunta desde su asiento: “¿Van a Catania? El bus sale a las cinco y media, falta una hora y media. ¿Qué van a hacer acá? ¿Por qué no suben de nuevo y dan una vuelta?” Aceptamos la invitación y subimos. Mientras el vehículo arranca, el pasajero que nos había explicado el incidente cardíaco nos aclara: “En una hora estamos de vuelta. A las cinco están acá.”
Pues bien, nos disponemos a dar una vuelta más por Caltagirone en colectivo, una forma de conocerla un poco mejor.
Sube un hombre desaliñado con una bicicleta. Tiene un cigarrillo en la boca y parece un poco ido. Obviamente no paga el boleto. Habla solo, se queja y fuma. “¡La sigaretta!” le grita el conductor. El hombre lo ignora. El conductor insiste. Pensamos que el aludido se puede poner violento pero no, simplemente apaga el cigarrillo y sigue mascullando.   Los pasajeros, que aparentemente lo conocen, se miran cómplices y sonríen. Él baja un poco más adelante y lo vemos alejarse lentamente por la vereda llevando la bicicleta a su lado.
Llegamos a la terminal un poco antes de las cinco. Hace frío y apenas hay una persona esperando. La estación de tren también está vacía. Caminamos un poco. No hay mucho para ver ahí. Habrá que esperar el bus de vuelta hasta las cinco y media.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Un sueño

Me desperté a las tres y diez de la mañana con la sensación de haber tenido un sueño. No recordaba nada de lo que pasaba en él, pero creí recordar que sucedía de noche, en un lugar determinado de una ciudad determinada que no podía precisar. Tal vez había una mujer a quien tal vez conocía, pero no sabía su nombre ni recordaba su cara. Todo era tan difuso que supuse que el sueño nunca había existido y que era sólo una invención producida en ese breve instante de vigilia, pero la sensación de haberlo soñado permanecía. Pensé en volver a dormirme de inmediato para intentar recuperarlo, pero supe que eso era imposible, que a lo sumo podría fabular otro sueño que me hiciera olvidar el primero o reinventarlo, es decir, falsearlo, así que decidí levantarme para escribir y falsear esta historia. Entonces comprendí, repentinamente, que todo (una decisión cotidiana, un hecho trascendente, una vida entera) es tan fugaz, banal, críptico e impreciso como ese o cualquier otro instante.

viernes, 15 de enero de 2016

Viajes (IX) - Postales de Nápoles

Foto: Nora Spatola (2013). Costa Amalfitana
-¿Argentini? ¡Come il papa! ¡E come Maradona! Ma Maradona è più grande del papa.
El comentario de un vecino de Meta, un pequeño pueblo a unos 50 kilómetros de Nápoles, confirma el mito: Maradona sigue siendo un personaje muy querido en el sur de Italia, especialmente en la zona del golfo de Nápoles. Graffiti en las calles, calcomanías en autos, locales de ropa deportiva que venden camisetas del Napoli con su nombre y negocios de souvenirs que exhiben muñequitos con su imagen lo ratifican.

A lo largo de la costa, desde Nápoles hasta Amalfi, en un paisaje de montaña y de un mar tan azul que parece de tarjeta postal, abundan los limoneros. Es por eso que no llama la atención que los restaurantes, después de la comida, ofrezcan limoncello a sus clientes como norma de cortesía.
Por el imprudente camino costero, al igual que por las estrechas calles de las ciudades y los pueblos de la región, el ir y venir de las Vespa es incesante. De fondo, hacia las montañas, el mítico y, por ahora, tranquilo Vesubio; hacia el mar, la isla de Capri.
La fascinación que producen los italianos en los turistas japoneses es notable. Un grupo se divierte filmando a dos empleados de una heladería de Amalfi que, mientras llenan los cucuruchos, cantan histriónicamente Torna a Surriento posando para la cámara. Ese mismo grado de fascinación es el que parecen producir dos jóvenes japonesas en dos mozos italianos que las atienden en un restaurante de Sorrento (ni rastros de sorrentinos en el menú), quienes juegan a seducirlas y, al parecer, obtienen alguna información que ellas les entregan en un papelito blanco.
La pequeña ciudad de Positano se despliega cinematográficamente desde la montaña hacia el mar. Sus calles zigzagueantes, que son como patios y escaleras, se alargan cansadamente hasta una playita de arena oscura, donde una pareja se besa interminablemente, mientras los habitantes acuden a la misa del domingo en la Iglesia Santa María Assunta.
Menos cinematográfico aunque no menos atractivo, el mercado de la calle Pignasecca, en Nápoles, ofrece una enorme variedad de pescados y mariscos frescos, gigantescas longanizas y cigarrillos probablemente contrabandeados, en un ambiente no tan idílico pero más real y cercano.

Nada hay, fuera de Buenos Aires y de unas pocas ciudades argentinas, menos ajeno a un porteño que el carácter de la gente del sur de Italia, donde puede pasar totalmente desapercibido, a menos que se disfrace de turista y empuñe permanentemente una cámara de fotos. En París sería fácilmente confundido con un italiano por sus gestos y por su acento. En Nápoles, su acento lo delataría. Entonces, inevitablemente, vendrían la pregunta y el comentario:
-¿Argentino? ¡Come Maradona!

martes, 12 de enero de 2016

Viajes (VIII) - La primavera de Praga

Foto: Nora Spatola (2015). Vista desde Hradčany
Buscar una dirección en Praga es un poco desconcertante. Las puertas tienen dos números diferentes, uno en un cartelito azul y otro en uno rojo. El del azul indica la dirección y el del rojo el número de edificio. Los números de una vereda no son correlativos con los de la opuesta: frente al 19 puede, por ejemplo, encontrarse el 63. El sistema, raro para nosotros, es el de herradura. La numeración comienza en el nacimiento de la calle y sigue en orden ascendente por una vereda. Al terminar la calle, la numeración sigue en sentido opuesto por la vereda de enfrente.
Llegando al río Vltava (que, por esos caprichos de la traducción o por incapacidad fonética, se conoce en español como Moldava) nos sorprendió una primavera soleada pero un poco fría y el emblemático Puente Carlos tan atestado de gente que apenas podía verse. Tal es la suerte que ha corrido la ciudad de Kafka después de la caída del comunismo: ser uno de los objetivos principales de un turismo masivo al que, es justo decirlo, no somos ajenos.
Entre la multitud del puente, de la que resaltaba una pareja asiática que parecía reírse de las magníficas estatuas y se sacaba fotos en cada una de ellas, surgió el sonido de dos acordeones que interpretaban virtuosamente la Toccata y Fuga en re menor de Bach, para luego arremeter con una versión aceleradísima de Libertango.
Era sábado y hubo que esperar a que pasara el fin de semana para disfrutar del puente más despejado y de la vista del río y de las extraordinarias cúpulas y los techos rojos que dominan el paisaje de la ciudad desde Staré Město, la ciudad vieja, hasta la altura de Hradčany, pasando por Malá Strana.
El centro histórico es una mezcla entre tradición y globalización: locales de masaje tailandés y pedicura con pececitos; expendios de bebidas alcohólicas que ofrecen diversas variedades de absenta (incluida una con cannabis); bares que ofrecen muy buenas cervezas de todos los tipos y más baratas que un café; restaurantes especializados en goulash; vendedores de trdelník (un pastel dulce y cilíndrico de origen eslovaco) y chicas que promocionan, en una curiosa y solapada forma de marketing, unas papas fritas cortadas en espiral insertadas en un palito de brochette. Las promotoras permanecen de pie durante horas en las cercanías de los comercios, sosteniendo el palito con las papas pero sin comerlas.
Ofreciendo excelente comida y cerveza a muy buenos precios, mucha historia y vistas excepcionales, Praga invita al placer. Su idioma, impenetrable para nosotros (la única palabra checa que aprendimos fue pivo, que significa cerveza), obliga al uso del inglés, aunque es posible encontrar personas hispanoparlantes.
Puede ser un poco difícil entender el sistema de numeración de los edificios, lo que no es nada difícil es entender la inmensa atracción que produce esta fantástica ciudad en las millones de personas que la visitan cada año.

miércoles, 6 de enero de 2016

Viajes (VII) - Lejana Viena

Foto: Nora Spatola (2015). Graben, Viena
Caminando desde la estación central de trenes de Viena y a unas pocas cuadras del Jardín de Belvedere, nos sorprendió encontrarnos con Argentinierstraße, la calle Argentina. Luego supimos que fue así bautizada en 1921, en agradecimiento a la ayuda enviada por este país a Austria durante la crisis posterior a la Primera Guerra Mundial.
Fuera de su tradición musical y de su condición de cuna del psicoanálisis, poco se sabe de Viena por estas latitudes, al igual que poco parece saberse de la Argentina en Viena. Caminando por el hermoso Naschmarkt, un gran mercado callejero, entre enormes y variadas aceitunas y quesos, más de un vendedor, alguno de ellos de origen árabe, al escuchar mi rudimentario alemán me preguntó de dónde veníamos. Ante la respuesta, la expresión siempre fue de asombro, como extrañándose de que hubiéramos podido llegar desde tan lejos, si es que sabían dónde quedaba el país del que les estaba hablando.
El orden, la limpieza y el buen estado de conservación de Viena no pueden sino sorprender a un porteño como yo y provocar una sensación de lejanía y a la vez de fascinación. También llama la atención que varios restaurantes tengan todavía área para fumadores. En uno de ellos no pude evitar la tentación de prender un cigarrillo después de unas salchichas con panceta y papas, como tampoco pude evitar la pregunta, pese a la elocuencia del cartelito en la puerta y a la humareda que nos recibió: “Kann man hier rauchen?”. “Ja!”, contestó una amable y voluminosa señora que, de inmediato, me trajo un cenicero.
Viena no es una ciudad para quienes buscan trasnochar y vivir el ruido sino para quienes quieren recorrerla a pie de día o en las primeras horas de la noche y dejarse impresionar por su belleza y majestuosidad. No es difícil encontrar algún viejo y tradicional café o restaurante, como el Bräunerhof, para pasar un buen rato en calma y respirar el clima de la cuidad, clima que nos perdimos de vivir la última noche, luego de pasar el día en la vecina Bratislava, ya que, por falta de tiempo, debimos cenar en un restaurante un poco impersonal cercano a nuestro alojamiento. Después de la comida, que era muy buena, el encargado nos preguntó, cómo no, de dónde éramos. “Argentina tiene muy buenos jugadores de fútbol” dijo en inglés. “Y la mejor carne”, agregó. “Hay un lugar en Viena donde se come carne argentina. Es muy buena”.
En definitiva, no importa cuán lejos se esté, siempre hay cosas para las cuales la distancia parece no importar demasiado.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Viajes (VI) - Bangladesh en Londres

Foto: Nora Spatola (2014). Fournier Street
En una oportunidad, un amigo inglés me dijo que en Londres se podía comer todo tipo de comida internacional de la mejor calidad. Cierto es que la comida londinense no goza de buena fama, pero la internacional que allí se prepara sí. ¿El fundamento? La diversidad cultural. Hay generaciones de inmigrantes e hijos de inmigrantes –más de la mitad de la población- allí instaladas que dejaron una impronta indeleble, como es el caso de la comunidad china en el famoso Chinatown
Brick Lane es una calle del East End, situada cerca del Tower Bridge, el puente más famoso de Londres, que parece un barrio de Bangladesh en medio de la capital inglesa. A ambos lados de la calle se ven restaurantes bengalíes que tienen la particularidad de que, en su mayoría, no venden alcohol porque son halal. No pueden venderlo pero sí se lo puede consumir, por lo que es bastante usual que los clientes lleven su propia bebida alcohólica, que puede ser comprada en alguno de los mercados de los alrededores que están abiertos hasta tarde y la venden un poco más cara que otros comercios.
Hombres de origen bengalí intentan convencer a los transeúntes de que entren en los locales que promocionan. Uno bajito, que habla un inglés con mucho acento, nos invita a pasar a comer. Pregunta:
-Where are you from?
-Argentina
Piensa un instante y dice lo obvio:
-Maradona’s country!
-Yes!
Y luego, lo inesperado:
-And Victoria Ocampo’s, one of my favorite writers!
Intenta convencernos de que entremos y nos dice que podemos comer por diez Libras cada uno. Le decimos que no porque esa noche ya teníamos decidido comer en el departamento. Dice entonces:
-Tomorrow, then.
Le decimos que no estamos solos en Londres y que tenemos que consultarlo con quienes nos acompañan.
Seguimos camino. Un hombre parado en la puerta del restaurante de al lado, que escuchó la oferta del otro, nos dice:
-You can eat for nine Pounds and a half.
-No, thank you.
Al día siguiente, el admirador de Victoria Ocampo nos ve desde la vereda de enfrente. Grita:
-Argentina!
Cruza la calle.
Nos recuerda que nos habíamos comprometido a comer esa noche en el restaurante en el que él trabaja. Me hace prometerle que vamos a ir, ofreciéndome su meñique para entrelazarlo con el mío:
-Because we are brothers.
Esa noche, finalmente, no fuimos a comer a ese restaurante sino a otro, en el mismo barrio, que nos habían recomendado. La comida bengalí era excelente y muy picante. Tuvimos que apagar el fuego con cerveza india que compramos en un mercadito de la zona.
Nuestra corta estancia no nos permitió corroborar el mito de que la comida inglesa no ofrece demasiadas opciones al tradicional fish & chips, aunque sería injusto ignorar al glorioso crumble de manzana. Sin embargo, dado el cosmopolitismo de Londres, no estaría mal incluir la comida internacional dentro de su propia tradición, así como Brick Lane es ya una parte de la cultura de la ciudad.

viernes, 29 de mayo de 2015

Viajes (V) - Bratislava siempre estuvo cerca

Foto: Nora Spatola (2015). Bratislava
El este queda a una hora de tren.
Ir desde Viena a Bratislava no implica simplemente viajar de una ciudad a otra en una hora sino, también, ir de un país a otro muy diferente y, si se quiere, del llamado primer mundo al tercero. Hace treinta años habría sido también un viaje burocrático y complicado desde el mundo capitalista del oeste al comunista del este.
El hecho de que Bratislava sea la capital de Eslovaquia es algo que confunde bastante a los no afectos a la geografía y a la política internacional, que no tienen muy claro qué pasó después de la caída del muro de Berlín. En 1993, pocos años después del colapso del bloque socialista, la República de Checoslovaquia quedó pacíficamente dividida en dos países: la República Checa, cuya capital es Praga, y Eslovaquia, cuya capital es Bratislava.
Praga es algo así como la reina de Europa del este. Muy bien conservada, poco dañada por la segunda guerra mundial y hermosamente gótica, goza hoy del privilegio y la desgracia de ser una de las ciudades favoritas del turismo. Bratislava es la otra, la desconocida, la oculta, una capital con pocos habitantes y curiosamente ubicada muy cerca de las fronteras de Eslovaquia con Austria y con Hungría. Llegar a ella desde Viena y encontrarse con su pequeña estación Hlavná Stanica es una experiencia similar a la de llegar a la estación de un pueblo desde una capital.
Muy cerca de ahí se encuentra la ciudad vieja, a la que se puede llegar caminando y acceder por la Michalská Brána o puerta de San Miguel, una de las cuatro que daban acceso a la antigua ciudad amurallada. Ahí comienza una especie de viaje al pasado que, según parece, también está cerca.
La ciudad vieja, además de bella, es melancólica, aunque no sé si eso es algo intrínseco a ella o una impresión producida por una contingencia meteorológica. Esa impresión de melancolía, que por provenir de un viaje tan breve puede ser engañosa, me la transmitió también lo poco que conocí de la ciudad nueva, pero no restó belleza a la experiencia sino que la hizo más rica, tal vez por el contraste con el ruido y las multitudes habituales de las grandes ciudades turísticas europeas.
Hacia el oeste, la magia medieval de la catedral svätého Martina termina brutalmente en un muro tras el que se erige Staromestská, una autopista digna de las pesadillas de Cacciatore, que separa la ciudad vieja del castillo erguido sobre una colina. Hacia el sur, el Danubio es atravesado por el Nový Most o puente nuevo, rematado por una alta torre con un restaurante en forma de plato volador en su extremo, un resabio de la obsesión por la conquista del espacio de la época la guerra fría, como lo es también la Fernsehturm de Berlín oriental.
La mayor parte de los viajes que se hacen a Bratislava son breves y se consideran una especie de yapa a los que se hacen hacia las ciudades más grandes de Europa. Sin embargo creo que es difícil llegar ahí y no querer quedarse más tiempo en el este e incluso llegar mucho más lejos, porque al caer la cortina de hierro se abrió un mundo nuevo al que viajar, aunque ese mismo hecho lo haya convertido en un lugar distinto del que fue.
Pese a su proximidad con occidente, un siglo de secesiones y guerras frías y calientes la convirtieron en un lugar lejano. Ahora, en paz, en una Europa casi sin fronteras, Bratislava está cerca.