martes, 8 de abril de 2014

Postal 8. Orient Express

Es el Expreso de Oriente. Si un tren decadente y poco verosimil hay, es ese. 

La estación está cerrada y se accede a los andenes por una entrada lateral de los años setenta. Están filmando una película en el bar y el lobby.  Hay humo artificial, falsos pasajeros vestidos con trajes elegantes y apócrifos empleados ferroviarios con uniformes impecables de 1920. No conviene profundizar en mis verdaderos compañeros de camarote, la travesti brasileña y el mecánico polaco, ni en los uniformes de los empleados reales [todos ellos merecen instantáneas aparte].  


El tren atraviesa una oscura entre Turquía y Bulgaria cuando, en ese idioma de la gente que no tiene idiomas comunes, el turco a cargo de nuestro compartimiento, el mismo que antes nos solicitó los boletos en un alemán correctísimo e inútil, nos observa atacando las provisiones para el viaje: una petaca con brandy, queso y pan (yo), una botella de vodka, salchichas envasadas al vacío y algo enlatado (el polaco).

Lukasz dice:
-Salchicha? [gesto indescriptible, cómico, de invitación a la salchicha] 
-No, no. Ich bin musulmán. Danke. No como cerdo, no juegos por dinero.
-Perdón, claro. No le ofrecemos entonces bebida. El Corán condena a los que beben alcohol.
-Bueno, son interpretaciones y tampoco hay que ser dogmáticos e ingratos oder?  Ya vuelvo.

Una hora después, somos siete en el compartimiento, fumando y bebiendo [todo el personal salvo uno de los maquinistas]. A la mañana siguiente, el tren se ha perdido [no sé cómo puede perderse un tren, pero tuvimos que seguir a toda máquina hasta una estación en la que pudieran informarnos dónde estábamos y cómo retomar]. Ese día por la tarde abandonamos el vagón cerca de la frontera rumana. Algo había ocurrido. Estaba lleno de humo. Ardía.

Todos, sin excepción, nos encogimos de hombros.