viernes, 29 de mayo de 2015

Viajes (V) - Bratislava siempre estuvo cerca

Foto: Nora Spatola (2015). Bratislava
El este queda a una hora de tren.
Ir desde Viena a Bratislava no implica simplemente viajar de una ciudad a otra en una hora sino, también, ir de un país a otro muy diferente y, si se quiere, del llamado primer mundo al tercero. Hace treinta años habría sido también un viaje burocrático y complicado desde el mundo capitalista del oeste al comunista del este.
El hecho de que Bratislava sea la capital de Eslovaquia es algo que confunde bastante a los no afectos a la geografía y a la política internacional, que no tienen muy claro qué pasó después de la caída del muro de Berlín. En 1993, pocos años después del colapso del bloque socialista, la República de Checoslovaquia quedó pacíficamente dividida en dos países: la República Checa, cuya capital es Praga, y Eslovaquia, cuya capital es Bratislava.
Praga es algo así como la reina de Europa del este. Muy bien conservada, poco dañada por la segunda guerra mundial y hermosamente gótica, goza hoy del privilegio y la desgracia de ser una de las ciudades favoritas del turismo. Bratislava es la otra, la desconocida, la oculta, una capital con pocos habitantes y curiosamente ubicada muy cerca de las fronteras de Eslovaquia con Austria y con Hungría. Llegar a ella desde Viena y encontrarse con su pequeña estación Hlavná Stanica es una experiencia similar a la de llegar a la estación de un pueblo desde una capital.
Muy cerca de ahí se encuentra la ciudad vieja, a la que se puede llegar caminando y acceder por la Michalská Brána o puerta de San Miguel, una de las cuatro que daban acceso a la antigua ciudad amurallada. Ahí comienza una especie de viaje al pasado que, según parece, también está cerca.
La ciudad vieja, además de bella, es melancólica, aunque no sé si eso es algo intrínseco a ella o una impresión producida por una contingencia meteorológica. Esa impresión de melancolía, que por provenir de un viaje tan breve puede ser engañosa, me la transmitió también lo poco que conocí de la ciudad nueva, pero no restó belleza a la experiencia sino que la hizo más rica, tal vez por el contraste con el ruido y las multitudes habituales de las grandes ciudades turísticas europeas.
Hacia el oeste, la magia medieval de la catedral svätého Martina termina brutalmente en un muro tras el que se erige Staromestská, una autopista digna de las pesadillas de Cacciatore, que separa la ciudad vieja del castillo erguido sobre una colina. Hacia el sur, el Danubio es atravesado por el Nový Most o puente nuevo, rematado por una alta torre con un restaurante en forma de plato volador en su extremo, un resabio de la obsesión por la conquista del espacio de la época la guerra fría, como lo es también la Fernsehturm de Berlín oriental.
La mayor parte de los viajes que se hacen a Bratislava son breves y se consideran una especie de yapa a los que se hacen hacia las ciudades más grandes de Europa. Sin embargo creo que es difícil llegar ahí y no querer quedarse más tiempo en el este e incluso llegar mucho más lejos, porque al caer la cortina de hierro se abrió un mundo nuevo al que viajar, aunque ese mismo hecho lo haya convertido en un lugar distinto del que fue.
Pese a su proximidad con occidente, un siglo de secesiones y guerras frías y calientes la convirtieron en un lugar lejano. Ahora, en paz, en una Europa casi sin fronteras, Bratislava está cerca.

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