Foto: Nora Spatola (2015). Bratislava |
El este queda a una hora de tren.
Ir desde Viena a Bratislava no implica simplemente
viajar de una ciudad a otra en una hora sino, también, ir de un país a otro muy diferente y, si se quiere, del llamado primer mundo al tercero. Hace treinta
años habría sido también un viaje burocrático y complicado desde el mundo
capitalista del oeste al comunista del este.
El hecho de que Bratislava sea la capital de
Eslovaquia es algo que confunde bastante a los no afectos a la geografía y a la
política internacional, que no tienen muy claro qué pasó después de la caída
del muro de Berlín. En 1993, pocos años después del colapso del bloque
socialista, la República de Checoslovaquia quedó pacíficamente dividida en dos
países: la República Checa, cuya capital es Praga, y Eslovaquia, cuya capital
es Bratislava.
Praga es algo así como la reina de Europa del
este. Muy bien conservada, poco dañada por la segunda guerra mundial y hermosamente
gótica, goza hoy del privilegio y la desgracia de ser una de las ciudades favoritas
del turismo. Bratislava es la otra, la desconocida, la oculta, una capital con pocos habitantes y curiosamente ubicada muy cerca de las fronteras de Eslovaquia con Austria y con Hungría.
Llegar a ella desde Viena y encontrarse con su pequeña estación Hlavná Stanica
es una experiencia similar a la de llegar a la estación de un pueblo desde una
capital.
Muy cerca de ahí se encuentra la ciudad vieja, a
la que se puede llegar caminando y acceder por la Michalská Brána o puerta de
San Miguel, una de las cuatro que daban acceso a la antigua ciudad amurallada. Ahí comienza una especie de viaje al pasado que, según parece,
también está cerca.
La ciudad vieja, además de bella, es melancólica,
aunque no sé si eso es algo intrínseco a ella o una impresión producida por una contingencia meteorológica. Esa impresión de melancolía, que por provenir de un
viaje tan breve puede ser engañosa, me la transmitió también lo poco que conocí de la ciudad nueva, pero no restó belleza a la experiencia sino que la hizo más rica, tal
vez por el contraste con el ruido y las multitudes habituales de las grandes
ciudades turísticas europeas.
Hacia el oeste, la magia medieval de la catedral svätého Martina termina brutalmente en un muro tras el que se erige Staromestská, una
autopista digna de las pesadillas de Cacciatore, que separa la ciudad vieja del
castillo erguido sobre una colina. Hacia el sur, el Danubio es atravesado por
el Nový Most o puente nuevo, rematado por una alta torre con un restaurante en
forma de plato volador en su extremo, un resabio de la obsesión por la
conquista del espacio de la época la guerra fría, como lo es también la
Fernsehturm de Berlín oriental.
La mayor parte de los viajes que se hacen a
Bratislava son breves y se consideran una especie de yapa a los que se hacen
hacia las ciudades más grandes de Europa. Sin embargo creo que es difícil
llegar ahí y no querer quedarse más tiempo en el este e incluso llegar mucho más
lejos, porque al caer la cortina de hierro se abrió un mundo nuevo al que
viajar, aunque ese mismo hecho lo haya convertido en un lugar distinto del que
fue.
Pese a su proximidad con occidente, un siglo de secesiones
y guerras frías y calientes la convirtieron en un lugar lejano. Ahora, en paz,
en una Europa casi sin fronteras, Bratislava está cerca.
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