Me
desperté a las tres y diez de la mañana con la sensación de haber tenido un
sueño. No recordaba nada de lo que pasaba en él, pero creí recordar que
sucedía de noche, en un lugar determinado de una ciudad determinada que no podía
precisar. Tal vez había una mujer a quien tal vez conocía, pero no sabía su
nombre ni recordaba su cara. Todo era tan difuso que supuse que el sueño nunca
había existido y que era sólo una invención producida en ese breve instante de vigilia, pero la sensación de
haberlo soñado permanecía. Pensé en volver a dormirme de inmediato para
intentar recuperarlo, pero supe que eso era imposible, que a lo sumo podría
fabular otro sueño que me hiciera olvidar el primero o reinventarlo, es decir, falsearlo, así que decidí levantarme para escribir y falsear esta historia. Entonces comprendí, repentinamente, que todo (una decisión cotidiana, un hecho trascendente, una vida entera) es tan fugaz, banal, críptico e impreciso como ese o cualquier otro instante.
A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso.
jueves, 1 de septiembre de 2016
viernes, 15 de enero de 2016
Viajes (IX) - Postales de Nápoles
Foto: Nora Spatola (2013). Costa Amalfitana |
-¿Argentini? ¡Come il papa! ¡E come Maradona!
Ma Maradona è più grande del papa.
El comentario de un vecino de Meta, un
pequeño pueblo a unos 50 kilómetros de Nápoles, confirma el mito: Maradona
sigue siendo un personaje muy querido en el sur de Italia, especialmente en la
zona del golfo de Nápoles. Graffiti
en las calles, calcomanías en autos, locales de ropa deportiva que venden camisetas
del Napoli con su nombre y negocios
de souvenirs que exhiben muñequitos
con su imagen lo ratifican.
A lo largo de la costa, desde Nápoles hasta
Amalfi, en un paisaje de montaña y de un mar tan azul que parece de tarjeta
postal, abundan los limoneros. Es por eso que no llama la atención que los
restaurantes, después de la comida, ofrezcan limoncello a sus clientes como norma de cortesía.
Por el imprudente camino costero, al igual que por las estrechas calles de las ciudades y los
pueblos de la región, el ir y venir de las Vespa es incesante. De
fondo, hacia las montañas, el mítico y, por ahora, tranquilo Vesubio; hacia el
mar, la isla de Capri.
La fascinación que producen los italianos
en los turistas japoneses es notable. Un grupo se divierte filmando a
dos empleados de una heladería de Amalfi que, mientras llenan los cucuruchos,
cantan histriónicamente Torna a Surriento
posando para la cámara. Ese mismo grado de fascinación es el que parecen
producir dos jóvenes japonesas en dos mozos italianos que las atienden en un
restaurante de Sorrento (ni rastros de sorrentinos en el menú), quienes juegan
a seducirlas y, al parecer, obtienen alguna información que ellas les entregan
en un papelito blanco.
La pequeña ciudad de Positano se despliega
cinematográficamente desde la montaña hacia el mar. Sus calles zigzagueantes, que
son como patios y escaleras, se alargan cansadamente hasta una playita de arena
oscura, donde una pareja se besa interminablemente, mientras los habitantes
acuden a la misa del domingo en la Iglesia Santa María Assunta.
Menos cinematográfico aunque no menos atractivo,
el mercado de la calle Pignasecca, en Nápoles, ofrece una enorme variedad de pescados
y mariscos frescos, gigantescas longanizas y cigarrillos probablemente
contrabandeados, en un ambiente no tan idílico pero más real y cercano.
Nada hay, fuera de Buenos Aires y de unas
pocas ciudades argentinas, menos ajeno a un porteño que el carácter de la gente
del sur de Italia, donde puede pasar totalmente desapercibido, a menos que se
disfrace de turista y empuñe permanentemente una cámara de fotos. En París
sería fácilmente confundido con un italiano por sus gestos y por su
acento. En Nápoles, su acento lo delataría. Entonces, inevitablemente,
vendrían la pregunta y el comentario:
-¿Argentino? ¡Come Maradona!
martes, 12 de enero de 2016
Viajes (VIII) - La primavera de Praga
Foto: Nora Spatola (2015). Vista desde Hradčany |
Buscar una dirección en Praga es un poco
desconcertante. Las puertas tienen dos números diferentes, uno en un cartelito
azul y otro en uno rojo. El del azul indica la dirección y el del rojo el
número de edificio. Los números de una vereda no son correlativos con los de la
opuesta: frente al 19 puede, por ejemplo, encontrarse el 63. El sistema, raro
para nosotros, es el de herradura. La numeración comienza en el nacimiento de
la calle y sigue en orden ascendente por una vereda. Al terminar la calle, la
numeración sigue en sentido opuesto por la vereda de enfrente.
Llegando al río Vltava (que, por esos caprichos
de la traducción o por incapacidad fonética, se conoce en español como Moldava)
nos sorprendió una primavera soleada pero un poco fría y el emblemático Puente Carlos tan atestado de gente que apenas podía verse. Tal es la suerte que ha
corrido la ciudad de Kafka después de la caída del comunismo: ser uno de los
objetivos principales de un turismo masivo al que, es justo decirlo, no somos
ajenos.
Entre la multitud del puente, de la que
resaltaba una pareja asiática que parecía reírse de las magníficas estatuas y
se sacaba fotos en cada una de ellas, surgió el sonido de dos acordeones que
interpretaban virtuosamente la Toccata y Fuga en re menor de Bach, para luego
arremeter con una versión aceleradísima de Libertango.
Era sábado y hubo que esperar a que pasara el
fin de semana para disfrutar del puente más despejado y de la vista del río y de
las extraordinarias cúpulas y los techos rojos que dominan el paisaje de la
ciudad desde Staré Město, la ciudad vieja, hasta la altura de Hradčany, pasando por Malá Strana.
El centro histórico es una mezcla entre tradición
y globalización: locales de masaje tailandés y pedicura con pececitos; expendios de
bebidas alcohólicas que ofrecen diversas variedades de absenta (incluida una
con cannabis); bares que ofrecen muy buenas cervezas de todos los tipos y más
baratas que un café; restaurantes especializados en goulash; vendedores de trdelník
(un pastel dulce y cilíndrico de origen eslovaco) y chicas que promocionan, en
una curiosa y solapada forma de marketing,
unas papas fritas cortadas en espiral insertadas en un palito de brochette. Las promotoras permanecen de
pie durante horas en las cercanías de los comercios, sosteniendo el palito con
las papas pero sin comerlas.
Ofreciendo excelente comida y cerveza a muy buenos precios, mucha historia y vistas excepcionales, Praga invita al placer.
Su idioma, impenetrable para nosotros (la única palabra checa que aprendimos
fue pivo, que significa cerveza),
obliga al uso del inglés, aunque es posible encontrar personas hispanoparlantes.
Puede ser un poco difícil entender el
sistema de numeración de los edificios, lo que no es nada difícil es entender
la inmensa atracción que produce esta fantástica ciudad en las millones de personas que la visitan cada año.
miércoles, 6 de enero de 2016
Viajes (VII) - Lejana Viena
Foto: Nora Spatola (2015). Graben, Viena |
Caminando desde la estación central de trenes de Viena y a unas pocas cuadras del Jardín de Belvedere, nos sorprendió encontrarnos con
Argentinierstraße, la calle Argentina. Luego supimos que fue así bautizada en 1921, en
agradecimiento a la ayuda enviada por este país a Austria durante la crisis posterior
a la Primera Guerra Mundial.
Fuera de su tradición musical y de su condición de cuna del psicoanálisis, poco se sabe
de Viena por estas latitudes, al igual que poco parece saberse de la Argentina
en Viena. Caminando por el hermoso Naschmarkt, un gran mercado callejero, entre
enormes y variadas aceitunas y quesos, más de un vendedor, alguno de ellos de
origen árabe, al escuchar mi rudimentario alemán me preguntó de dónde veníamos. Ante
la respuesta, la expresión siempre fue de asombro, como extrañándose de que hubiéramos
podido llegar desde tan lejos, si es que sabían dónde quedaba el país del que les estaba hablando.
El orden, la limpieza y el buen estado de
conservación de Viena no pueden sino sorprender a un porteño como yo y provocar
una sensación de lejanía y a la vez de fascinación. También llama la atención que
varios restaurantes tengan todavía área para fumadores. En uno de ellos no pude evitar la
tentación de prender un cigarrillo después de unas salchichas con panceta y
papas, como tampoco pude evitar la pregunta, pese a la elocuencia del cartelito
en la puerta y a la humareda que nos recibió: “Kann man hier rauchen?”. “Ja!”,
contestó una amable y voluminosa señora que, de inmediato, me trajo un
cenicero.
Viena no es una ciudad para quienes buscan trasnochar
y vivir el ruido sino para quienes quieren recorrerla a pie de día o en las
primeras horas de la noche y dejarse impresionar por su belleza y majestuosidad.
No es difícil encontrar algún viejo y tradicional café o restaurante, como el Bräunerhof, para
pasar un buen rato en calma y respirar el clima de la cuidad, clima que
nos perdimos de vivir la última noche, luego de pasar el
día en la vecina Bratislava, ya que, por falta de tiempo, debimos cenar en un restaurante un poco impersonal cercano a nuestro alojamiento. Después de la comida, que era muy buena, el encargado nos preguntó, cómo no,
de dónde éramos. “Argentina tiene muy buenos jugadores de fútbol” dijo en
inglés. “Y la mejor carne”, agregó. “Hay un lugar en Viena donde se come carne
argentina. Es muy buena”.
En definitiva, no importa cuán lejos se esté, siempre hay cosas para
las cuales la distancia parece no importar demasiado.
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