En
1923, una valija llena de papeles es robada en la Gare de Lyon. En
ella se encontraban la todos los escritos literarios que Ernest
Hemingway había escrito hasta la fecha. Todos excepto dos. Uno de
ellos estaba en el correo, volviendo rechazado y con correcciones de
la oficina de un agente literario. El otro se encontraba en cinco
cuartillas en los estantes de la chambre de bonne que el futuro
novelista rentaba y compartía con su primera esposa en Paris.
Esos textos no tenían valor. Los posteriores son demasiado conocidos. Más
interesante es la historia de los papeles perdidos.
Y hay que imaginar
la decepción de los ladrones al abrir la valija y encontrar una pila
de manuscritos, páginas mecanografiadas con correcciones y copias de
todo en carbónico. Y como si fuera poco, ni siquiera en francés,
sino en uno de los dos lenguajes más despreciables e ignominiosos
para cualquier francófono, inglés (el otro es, naturalmente, el
alemán).
Pierre y Aurelien, llámense así , se miraron y supieron
que el día estaba perdido; pensaron incluso en caminar los
seiscientos metros que los separaban de la Gare y devolver la valija
y lo hubieran hecho de no ser tan pesada. El papel era inservible, el
carbónico producía un humo pestilente que impedía aprovecharlo
como combustible y el papel era demasiado áspero para oficios más
íntimos. Quizás sería posible cambiarlo a 7 francos el kilo, pero
llevarlos hasta la rue Montaigne bajo la nieve no valía el esfuerzo.
Entonces el pragmatismo. Tres cuentos sirvieron para conos de maní tostado y un artista
utilizó los retazos de una primer novela inconclusa como parte de un
colage que no puede verse hoy y habita uno de los subsuelos del Museo de
Orsay. El resto fue hecho papel picado y cubrió dos veces las calles
de París pocos años después: primero para festejar la entrada de
los alemanes, al ritmo de la marcha de San Lorenzo y luego para
recibir a los veteranos republicanos de la guerra civil española, la
campaña de Africa e innumerables batallas.
A no ser por la emoción
del momento, algunos de los civiles y liberadores podrían haber reconocido la letra
manuscrita de Ernst, que ya no esperaba recuperarlos y se ocupaba de liberar el bar del hotel Ritz, cuna del Bloody Mary.
Y eso le pasa a los borradores. Y ahí está el infinito poder entrópico del universo para comerse a nuestros hijos, como Cronos, como un canibal, como quien clava la biblia al lado de un calefon y se entrega a la inútil escatología. Eso sí, todo muy griego y heroico.
3 comentarios:
Que perderse nunca se acabe!
Nunca jamás! Salú.
Lindo relato, al leerlo uno piensa "qué picardía".."pero qué lástima, si tal o cual evento no hubiese pasado, ésto se podría haber evitado" y finalmente, sobreviene la resignación, la aceptación de que a veces el destino es macabro y ma si..
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