jueves, 17 de octubre de 2013

Perderse era una fiesta


En 1923, una valija llena de papeles es robada en la Gare de Lyon. En ella se encontraban la todos los escritos literarios que Ernest Hemingway había escrito hasta la fecha. Todos excepto dos. Uno de ellos estaba en el correo, volviendo rechazado y con correcciones de la oficina de un agente literario. El otro se encontraba en cinco cuartillas en los estantes de la chambre de bonne que el futuro novelista rentaba y compartía con su primera esposa en Paris. 
Esos textos no tenían valor. Los posteriores son demasiado conocidos. Más interesante es la historia de los papeles perdidos. 
Y hay que imaginar la decepción de los ladrones al abrir la valija y encontrar una pila de manuscritos, páginas mecanografiadas con correcciones y copias de todo en carbónico. Y como si fuera poco, ni siquiera en francés, sino en uno de los dos lenguajes más despreciables e ignominiosos para cualquier francófono, inglés (el otro es, naturalmente, el alemán). 
Pierre y Aurelien, llámense así , se miraron y supieron que el día estaba perdido; pensaron incluso en caminar los seiscientos metros que los separaban de la Gare y devolver la valija y lo hubieran hecho de no ser tan pesada. El papel era inservible, el carbónico producía un humo pestilente que impedía aprovecharlo como combustible y el papel era demasiado áspero para oficios más íntimos. Quizás sería posible cambiarlo a 7 francos el kilo, pero llevarlos hasta la rue Montaigne bajo la nieve no valía el esfuerzo. 
Entonces el pragmatismo. Tres cuentos sirvieron para conos de maní tostado y un artista utilizó los retazos de una primer novela inconclusa como parte de un colage que no puede verse hoy y habita uno de los subsuelos del Museo de Orsay. El resto fue hecho papel picado y cubrió dos veces las calles de París pocos años después: primero para festejar la entrada de los alemanes, al ritmo de la marcha de San Lorenzo y luego para recibir a los veteranos republicanos de la guerra civil española, la campaña de Africa e innumerables batallas. 
A no ser por la emoción del momento, algunos de los civiles y liberadores podrían haber reconocido la letra manuscrita de Ernst, que ya no esperaba recuperarlos y se ocupaba de liberar el bar del hotel Ritz, cuna del Bloody Mary.
Y eso le pasa a los borradores. Y ahí está el infinito poder entrópico del universo para comerse a nuestros hijos,  como Cronos, como un canibal, como quien clava la biblia al lado de un calefon y se entrega a la inútil escatología. Eso sí, todo muy griego y heroico. 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que perderse nunca se acabe!

Martín Narvaja dijo...

Nunca jamás! Salú.

Elisa dijo...

Lindo relato, al leerlo uno piensa "qué picardía".."pero qué lástima, si tal o cual evento no hubiese pasado, ésto se podría haber evitado" y finalmente, sobreviene la resignación, la aceptación de que a veces el destino es macabro y ma si..