sábado, 11 de mayo de 2013

Por qué llorar ante un Pollock

Publicado en revista CRAC #8





 Solos, como pequeños vagabundos, llenos de una fe furiosa y ciega, se lanzaron hacia la tierra prometida y fueron aniquilados. 
Marcel Schwob, La cruzada de los niños. 


En 1965 el filósofo Carl Gustav Hempel, que por ese entonces se hacía llamar Charlie, publicaba Philsophy of Natural Science (Filosofía de la ciencia natural). En su segundo capítulo, trata el caso de las investigaciones de Ignaz Semmelweis sobre los orígenes de la fatal fiebre puerperal que producía una enorme tasa de mortalidad en niños recién nacidos y en sus madres. Llevada a cabo en el Hospital general de Viena entre los años 1844 y 1848, la investigación, ejemplar desde el punto de vista del análisis empírico de hipótesis, mostraba que la causa de dicha enfermedad era la falta de higiene en el instrumental utilizado por los médicos y enfermeras del hospital tanto para atender los partos como para las autopsias de la morgue. La solución, simple y eficaz, consistía en la limpieza de instrumental y manos. Allí concluye el relato de Charlie, reproducido en numerosos textos de divulgación de filosofía de la ciencia. Lo que no se menciona, la cuota de sombra puesta sobre la historia, es que las conclusiones de Semmelweis fueron ignoradas en los demás hospitales del imperio Austro-húngaro y que la comunidad científica se negó rotundamente a aceptar los resultados de la ejemplar investigación, que sólo serían rescatados décadas más tarde, en los escritos de Pasteur. 

Los años 1844 a 1848, fueron cruciales en la evolución del imperio de la casa Habsburgo, llevando a la dimisión de Fernando I y la asunción del joven emperador Francisco José, que se mantendría a la cabeza de la monarquía dual hasta su final debacle a poco de iniciada la primera guerra mundial. Semmelweis había nacido en Buda, la parte alta de la actual Budapest, y era húngaro. El naciente nacionalismo alemán no podía aceptar una eminencia magiar en la medicina vienesa luego de 1848. El desprecio y la marginación a la que condenaron a Semmelweis lo condujeron a una depresión grave y a su internación en un asilo mental en Viena, donde, tras una golpiza en represalia a su intento de fuga, falleció en 1865, ante la indiferencia de la sociedad austríaca. Un año más tarde, en Moscú, nacía Vassily Kandinsky. 

En 1905, los artístas Bleyl, Heckel, Kirchner y Schmidt-Rottluff hacían público el manifiesto de Die Brucke en Dresde. Su objetivo principal era la renovación de los medios de expresión artística burgueses heredados del siglo XIX. Ese mismo año, el joven Albert Einstein publicaba sus tres célebres artículos que pondrían de cabeza la física de su tiempo, uno de los cuales establecía los principios de la teoría de la relatividad especial, otro los de la dualidad onda-partícula en mecánica cuántica. Al igual que los artistas de Die Brucke, que habían optado por un modo de vida al margen de los estándares de la sociedad burguesa de Bismark, Einstein escribía desde la periferia de un sistema académico y educativo prusiano que lo había excluido. Der Blaue Reiter, el otro grupo expresionista, fue fundado en Munich por Kandinsky, Marc y Macke, entre otros. La tercer ciudad crucial en los orígenes del movimiento es Viena, hogar del dodecafónico Arnold Schönberg, miembro del grupo de Kandinsky, y de Ludwig Wittgenstein, quien renunciaría a la fortuna familiar, su padre era uno de los principales magnates del acero del imperio Austro-húngaro, para dedicarse al estudio y la práctica de la filosofía. 

La generación de jóvenes mencionada más arriba sería dos veces masacrada durante los siguientes cuarenta años. El 13 de febrero de 1945, el bombardeo sobre la ciudad de Dresde con sus 4000 toneladas de explosivos, la aniquilación de su población y centro históricos, carentes de valor militar estratégico, no hicieron más recalcar algo que era evidente desde hacía tiempo: el puente hacia el futuro que había proyectado la generación de 1900 había quedado demasiado lejos. El mundo que habían conocido y el que se habían atrevido a imaginar ya no eran, no serían y, fatalmente, no habían podido ser. Hay un movimiento, una transfiguración de las ideas que encarnaron estos jóvenes, movimiento en muchos casos acompañado del traslado físico de sus protagonistas, movimiento que surge de esa Europa de 1900 y desemboca en los Estados Unidos de 1940. Esto intentaré argumentar, concentrándome en la figura de Kandinsky con el apoyo de las obras de otras dos figuras Ludwig Wittgenstein y Jackson Pollock. 

Kandinsky publica Über das Geistige in der Kunst (Sobre lo espiritual en el arte), en Munich en 1911, reúne allí un conjunto de pensamientos e ideas sobre el arte, su teoría, significado y futuro. Uno de los puntos cruciales de la obra, especialmente considerando el rumbo que por ese entonces tomaba su propia producción artística, es la crítica a la figuración. Los contenidos fundamentales allí son dos: por un lado la misión del artista, de acceder a los valores universales y centrales de lo humano apelando a lo que Kandinsky denomina concepción "mística"; por otro, el lenguaje de los colores. La combinación de ambos motivos es la clave más natural para la interpretación de su obra contemporánea. Sin embargo, lo que resulta esencial es la tensión entre el lenguaje de los colores como nuevo medio de codificación, lo cual significaría un cambio de lenguaje pero no en los fundamentos de la comunicación, y el intento de una comunicación directa más allá de los códigos de todo lenguaje. Tensión que se encuentra también en las composiciones de Schönberg, colega de Kandinsky en la ensayística, la música y el arte. Tensión que se resume en la cuestión de los límites del lenguaje y su capacidad expresiva, tema central de la primera obra de Wittgenstein, el Tractatus Logico-Philosophicus. 

Escrito en las trincheras, literalmente, entre 1915 y 1918, el Tractatus, fue publicado en 1922 no sin un complejo derrotero del que serían partícipes Karl Kraus y Adolf Loos. La naturaleza aforística y oscura del libro lo ha hecho objeto de numerosas interpretaciones y utilizaciones diversas. El sentido central de la obra puede no obstante resumirse brevemente en palabras de su autor "Todo lo que siquiera se deja decir, se deja decir con claridad; y acerca de aquello de lo cual no se puede hablar, debe callarse". El año en que Wittgenstein comenzaba la redacción de su libro, dentro de las fronteras del otro gran imperio de Europa central, el imperio Otomano, tenía lugar el genocidio armenio. Por ese entonces, la palabra genocidio no existía. Su concepto mismo era inconcebible. Pero "Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra en lo místico" (Tractatus 6.522). 

La transfiguración de estos puntos de vista (el de Wittgenstein y el de Kandinsky) comenzaría en los años posteriores a la revolución de 1917 y al armisticio de 1918. Por ese entonces, Kandinsky se trasladaría a Rusia para trabajar en la reforma cultural y educacional del nuevo sistema de gobierno, regresando posteriormente a Alemania para trabajar como docente e integrante de la escuela Bauhaus, en tanto que Wittgenstein se dedicaría a la labor docente en Austria integrándose luego a la vida académica en Cambridge. Durante esos años, el lenguaje de los colores, así como otros medios comunicativos del expresionismo serían adaptados a los fines propagandísticos relativamente concretos de los nuevos partidos políticos de masas. Fue ese el camino de Weimar desde el Nosferatu de Murnau (1922) a El triunfo de la voluntad de Riefensthal (1934) con Metrópolis de Fritz Lang (1927) como punto medio; elementos de la representación de clases, su disolución o conciliación y de la transformación de lo monstruoso en lo heroico. Ilustrado de otro modo, algo retorcido quizás, sería fácil pensar que el diseño del estandarte nazi se basó en la teoría de Kandinsky (es innegable que aquella ofrece una buena interpretación de su significado): la esvástica negra en el centro (con una alusión iconográfica al mito del origen de la cultura con los arios del Indo) rodeada de un círculo blanco sobre un fondo rojo, la muerte rodeada de generación permanente en el centro de un movimiento de gran fuerza material. En una interpretación más pragmática, Kandinsky pudo ser reciclado como teórico de la decoración de interiores; finalmente, así serían adoptadas algunas de sus ideas en el contexto de la Bauhaus. 

Observan Allan Janik y Stephen Toulmin en La Viena de Wittgenstein que luego de su traslado a Inglaterra, el filósofo austríaco sería caracterizado como un permanente excéntrico, un individuo extraño, con curiosas inquietudes no obstante su asombroso talento para la lógica. Su tractatus sería analizado como obra fundacional del empirismo lógico (los filosofos positivistas del círculo de Viena lo habían declarado como texto de culto). Todas las menciones a la ética y al carácter central de lo místico, a lo fundamental de los parágrafos finales del Tractatus serían entonces vistos como parte de la excentricidad. Los autores, no obstante, consideran que esta parte es, justamente, la más importante. Después de todo, un enunciado como "Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo", no puede significar lo mismo en el contexto británico que en del imperio austrohúngaro en el cual la división social de clase y posibilidades educativas recortaban un mapa con la misma forma que el de las comunidades lingüísticas que lo habitaban (eslovenos, magiares, alemanes, checos, judíos). Detrás (como trasfondo general, pero también al final del libro) de la crítica a las posibilidades del lenguaje figurativo, o como suele llamarse, concepción pictórica del lenguaje, aparecen condensadas y expresadas del modos más intenso las preocupaciones de las generaciones jóvenes de la Europa de habla alemana de principios de siglo, entre las cuales la cuestión de la represión y lo que puede y no ser dicho eran fundamentales. Dicho sea de paso, variaciones sobre este tema son las obras de Sigmund Freud, otro miembro de la paradójica sociedad vienesa que podía ostentar el talento de un Schiele y, simultáneamente, condenarlo a prisión por inmoral. 

Y entonces fue el éxodo. Desde Polonia, Hungría, Austria, Alemania, rumbo al oeste partieron intelectuales y músicos, artistas y cineastas. Y en el nuevo contexto, sus ideas encontraron una segunda naturaleza o, más bien, perdieron la propia. Algunos hicieron grandes carreras, como el doble exiliado Von Neumann (primero de Hungría a Austria, cambiando de nombre, y luego a los Estados Unidos); otros perdieron la cordura (estos fueron muchos); todos acabaron mutilados , envueltos en un no siempre piadoso y a veces cómplice silencio. Ya en la post guerra Einstein debería renunciar a la manifestación de sus ideas políticas para verse reducido a la figura popular de un viejo sabio bonachón que saca la lengua en público. Los miembros del revolucionario Círculo de Viena, padres de la banal filosofía norteamericana de la última mitad del siglo XX, degenerarían en un grupo cerrado sobre los problemas del lenguaje y la lógica. Hempel escribiría sobre Semmelweis, quizás fruto de un inconsciente mandato ético, con el mismo desarraigo que se impusiera a sí mismo. Sin ir tan lejos, Kandinsky moriría en Francia en 1944, un año antes del fin de la guerra y de la publicación del segundo libro de Wittgenstein, Las investigaciones Filosóficas, dedicadas a la materialidad de la práctica comunicativa bajo el concepto de juegos del lenguaje. Y el arte. No. Pero el arte. El arte tomaría un curso distinto con respecto al significado del silencio y la expresión de la nada. En Estados Unidos puede haber muerto la filosofía, pero el expresionismo se encontró a sí mismo. 

En Bluebeard (Barbazul), Kurt Vonnegut, autor también de Matadero cinco y testigo de los bombardeos sobre Dresde de 1945, presenta una interesante lectura del expresionismo abstracto. Si la Viena de 1900 había sido el campo de ensayo para la destrucción de la humanidad, los cuarenta y cinco años posteriores ofrecieron la función completa. Simultáneamente, la sociedad norteamericana misma se vería transformada en una potencia bélica y una nación belicista. El protagonista de la novela, que es una falsa autobiografía, Rabo Karabekian, presenta al expresionismo abstracto como una reacción ante la monstruosidad de toda representación, frente a la posibilidad siempre actualizada en todo lenguaje de convertirse en herramienta de aniquilación y muerte. Después de esa doble cruzada de los niños que fueron las guerras mundiales, después de tanta destrucción, en el momento cúlmine de ella, un arte que era sobre nada, que se disuelve en mera materialidad, que resuelve la tensión de las ideas de Kandisky optando enteramente por lo místico sin lenguaje o código alguno, es en esencia una forma elocuente de mostrar todo sin decir nada. Desde fuera de todo lenguaje, en la concresión misma del color se encuentra la contracara del silencio mutilado de los sobrevivientes. Una respuesta no discursiva a Wittgenstein y a Kandinsky. Quizás eso fuera Rothko, quizás no. Definitivamente eso es lo que muestra la obra de Jackson Pollock.

3 comentarios:

Ana dijo...

Lindo. Me hizo rememorar una frase, que siempre resuena en mi cabeza:

"... nosotros distinguimos varios colores allí donde los compañeros de Ulises no veían más que uno solo." (Simondon, "La individuación", p. 166)

Martín Narvaja dijo...

Estimada:

Se agradece. Seguro que Ulises era esquimal.

Besos, M.

Ana dijo...

El derecho de visión del hombre.


De Ulises no nos dicen nada, pero sus amigos eran esquimales... sindudamente.