lunes, 21 de mayo de 2012

Estrella


Estrella se enamoró una vez en su vida y ese amor fue su vida. Quizás por la fuerza de ese amor, quizás para evitarse el molesto e innecesario consumismo erótico o sólo para contradecir el dicho popular de que todo lo que es es bueno, que si algo ocurre es por un motivo y para mejor. Habiéndola conocido, apostaría a que al principio fue por la tentación del silencio, la soledad, por romanticismo, y después por la fuerza del hábito. Como sea, de uno u otro modo y de todas formas, ese marinero que fue su vida, fue su amor y no volvió al barrio del Abasto. 
Estrella era una de esas tías que siempre fueron grandes, una mujer vieja ya a los cincuenta, experimentada como una viuda sin los engaños iniciales del matrimonio, un ser humano más allá de las humanas necesidades y, en consecuencia, una presencia profundamente sabia e indiferente. Sabía tomar grappa en una copa de licor, cruzada de piernas y con una paciencia de inmortal para no apurar la bebida. No tenía ya nada que esperar del tiempo ni, mucho menos, de los demás. Nunca supe su nombre real, si es que tenía otro, ni cuál era su parentesco con nosotros. Era un personaje siempre al borde de la ausencia, una especie de florero vivo, un ser decorativo en las reuniones familiares, vagamente consciente de su papel. Una de esas figuras que con la de mis abuelos fue desapareciendo de la familia y sus encuentros, simultáneamente a los encuentros y llevándose consigo a la familia.
Como nos ocurre a todos, al menos a los que vivimos lo suficiente, los lazos familiares duran lo que la infancia y se va con ellas nuestra capacidad de confiar en un orden fijo e inalterable, en que algo hay seguro. Y aunque fuera distinto para mi de lo que es para los otros (incluso mis otros más cercanos, primos, hermanos, tíos) es algo que se da por perdido irreversiblemente. Y con mi graduación mis compañeros.
Adulto solo como Estrella, como todos los de mi estrellada generación, que somos tantos y tan idénticos, tan carentes y tan anhelantes, tan impotentes de tanta posibilidad. A fin de cuentas ella fue una adelantada y como todo visionario supo ir más allá de su propio futuro no todavía visto, supo conocer un amor verdadero, un marinero cuyo nombre no le oí nunca y cuya imagen morirá con ella, si es que todavía no han muerto ya. Con tantas cosas que se pierden... 
Nosotros, mientras tanto, ya no sabemos ni llorar, ni querer, ni el porqué de nada.

4 comentarios:

Elisa dijo...

Me encantó, Martín...Me retrotrae a uno de mis cuentos favoritos de Truman Capote, "Un recuerdo nadiveño" y al libro "El harpa de hierba", también de él.
Te recomiendo el cuento, está en internet.

Besos.

Martín Narvaja dijo...

Querida Elisa:
Muchas gracias por el comentario y la recomendación. Voy a conseguir y leerme en breve algunos de los cuentos de Capote.

Un beso, M.

Anónimo dijo...

Hola,de casualidad encontre este sitio.
Muy pero muy bueno.Que pena que sea tan corto.Me voy a robar algunos fragmentos para mi tarea de lecto,con permiso : )

Martín Narvaja dijo...

Anónimo,
Tienen todo mi permiso. Gracias y aproveche.

Saludos, M.