Anoche antes de ir a dormir, anticipando ya la mañana gris de otoño, el café con leche a las ocho y pensando cómo podría pasar en limpio y fundir los dos borradores de "Atilio, el hegeliano" en no más de dos páginas, me encontré con un párrafo y cambié de planes. Tanto así, que me desperté sin sueño a las 7:20, diez minutos antes de que sonara el despertador y sin sueño. Esto pasa rara vez y, cuando pasa (lo que no ocurre siempre insisto) uno sabe que tiene algo que decir (o al menos cuando a mi me pasa, creo que tengo "algo")
No sé exactamente qué voy a decir, no sé cómo resultará. Trato de no intelectualizar demasiado la redacción, por lo menos en un primer borrador. El párrafo en cuestión está al comienzo de "Los orígenes del totalitarismo", de Hannah Arendt, de quien sólo había leído "Eichman en Jerusalem" que me pareció un ensayo excelente (dos veces).
"Ya no podemos permitirnos recoger del pasado lo que era bueno y denominarlo sencillamente nuestra herencia, despreciar lo malo y considerarlo simplemente como un peso muerto que el tiempo por sí mismo enterrará en el olvido. La corriente subterránea de la Historia occidental ha llegado finalmente la superficie y ha usurpado la dignidad de nuestra tradición. Esta es la realidad en la que vivimos. Y por ello son vanos todos los esfuerzos por escapar al horror del presente penetrando en la nostalgia de un pasado todavía intacto o en el olvido de un futuro mejor."
No sólo se trata de un párrafo de una fuerza increíble y de una densidad argumental atroz, es de una maestría y eficacia enormes "... escapar al horror del presente penetrando en la nostalgia de un pasado todavía intacto o en el olvido de un futuro mejor". No creo que se pudiera decir mejor. Ojalá yo pudiera escribir así.
Hace algún tiempo, aquí mismo, enumeré una serie de muertes horripilantes con el título de "Muertes prescindibles" (algún día tendré nietos y podré encargarles que pongan esos links con azul que he visto por ahí y que lo llevan a uno a la entrada en cuestión con un "click"). Lo cierto es que se trataba de una serie de muertes más o menos accidentadas y más o menos accidentales. Hay toda un industria de la muerte. Y este es un lugar común y por todos conocido. Hay métodos masivos y otros más personales. Métodos que caen en el terreno de lo artesanal y otros industriales (como para la fabricación de pastas). Algunos que tienen fines "humanitarios", como el invento célebre del Dr. Guillotín, otros no. Algunos están mejor organizados, como los festejos del centenario, o no tanto, como los del segundo centenario. Etcetera, etcetera, etc.
Pero lo que es más importante, o por lo menos lo que quisiera destacar, es que algunos son mucho más cómodos que otros. El pasado 24 de Abril, se conmemoró por primera vez en Turquía el llamado "genocidio armenio", un millón y medio personas, con nombres propios, con caras, con preferencias sobre el color de los zapatos, de cómo tomar la leche y preparar el café, con proyectos y problemas, en fin, gente como nosotros. Y, al igual que nosotros, con algunos rasgos comunes. Sabemos también que el gobierno turco nunca ha reconocido ese millón y medio de asesinatos. Decir "no ocurrió" es una forma indirecta, un avance en el confort, de decir "yo no fui el que hizo eso". Más lo es ni siquiera decirlo.
Y hay muchas cosas que no se dicen, muchas de ellas no tan grandilocuentes (numericamente hablando); aunque me niego a pensar que es hay una gran diferencia entre un millon y cinco muertes, no porque sea menos grave la cosa cuando entran los grandes números, sino porque es mucho más abstracta. Una de ellas (de las cosas acerca de las cuales no se habla) es de la situación de los presos, procesados o condenados (mostrarlos como animales de feria en tv no es hablar de ellos). Nadie puede creer que las cárceles cumplan un fin de rehabilitación tal y como están dadas las cosas. Funcionan como campos de concentración, mucho más leves que las fábricas de la muerte, naturalmente.
Seamos sinceros, ni usted ni yo queremos a asesinos, violadores, asaltantes y otros criminales andando por las calles. Y eso muy razonable. Más aun, tampoco queremos marginales y violentos, pero a menos que cometan actos criminales, o que podamos presumir razonablemente que los han cometido debemos tolerarlos. Especialmente, porque la marginalidad en la que viven no es una cuestión de elección personal, sino más bien un crimen del que son víctimas. Y esta es una diferencia fundamental. Los actos cometidos por los criminales, atenuados o no por su situación, sí son electivos y por ellos son responsables.
Pero la cuestión es qué hacer con los criminales. Y es un verdadero problema. Al decidir violar la ley se han puesto inequívocamente en una situación en la cual parece necesaria una intervención. Pero esto no supone, o no debería suponer, dar carta blanca a las autoridades para someterlos a cualquier tipo de atrocidad (en caso de que se los atrape, lo que no siempre pasa). Limitarlos más allá de lo que impone la ley a los ciudadanos en general parece justificado. Parece justificado limitar su libertad de acción sobre todo. Pero hasta qué punto esta limitación está justificada. Yo quisiera creer que en la cuota mínima que les impidiera cometer más crímenes. Es evidente que de hecho las limitaciones (cuando son efectivas, si es que lo son) exceden con mucho esta cuota. Para la mayor parte de la gente, sospecho, la idea es encerrarlos en un cuarto bajo llave y, de ser posible perder la llave. Tirarlos en un pozo del que no puedan salir y que se arreglen adentro. Veinticinco años, apenas casi lo que llevo vivido, encterrados sufriendo todo tipo de abusos, tratados tan inhumanamente que no me cuesta pensar que los animales domésticos reciben mejor trato. Llegado este punto, digo, no veo tanta diferencia entre esa tortura y su ejecución. Y no porque esté a favor de ninguna de ellas.
Es que es mucho más cómodo y menos controversial encerrarlos, asilarlos y dejarlos olvidados (mientras no molesten) que matarlos de manera sincera. Es mucho más confortable que decir que no hay lugar para ellos, que decidimos sacrificarlos; que dios , la humanidad y la historia nos juzguen. Y es también mucho más sucio. Porque eso no sería, claro, menos criminal, pero sería más honrado. Aunque tampoco sé si la honradez hace demasiada diferencia cuando uno ejerce el mal. Y parte de lo terrible de la situación es que si las cárceles estuvieran, no bien, sino un poco mejor, ello probablemente haría que buena parte de los marginales quisiera estar en ellas (incluso a costa de tener que cometer un delito o recortar sus libertades). Así están de mal las cosas.
Y esto es general, es más cómodo dejar morir de hambre y sufrimiento a un montón de chicos en el chaco que dormirlos para que no despierten. Claro que la tortura por inacción suena mejor que ensuciarse las manos. ¿Pero nos hace menos asesinos tener las manos limpias? ¿Seremos perdonados por eso si hay alguna justicia? No lo creo. Y yo tampoco soy inocente en esto.
Pero con la culpa, como con tantas cosas, hay grados. Y hace no demasiado, me encontré en la La Nación, con una columna presuntamente informativa pero que era de opinión. Trataba presuntamente sobre un error de planificación, pero era en realidad sobre la marginalidad y qué se puede y debe hacer con ella. El título, muy ilustrativo era: "No hay lugar para 580.000 chicos en las escuelas públicas", escrito por Laura Casanovas. Debido a la asignación universal, además de aumentar enormemente el control sanitario en menores, más de medio millon de niños y adolescentes se han reincorporado al sistema educativo (condiciones para cobrar la módica suma conferida por la ley en cuestión a las familias con menores en edad escolar y situación precaria: pobres). La nota no era "Más de medio millon de jóvenes se reincorporan al sistema educativo; surgen problemas edilicios". El mensaje era claro: no hay lugar para ellos, mejor olvidarlos, ("Los olvidados" era la película de Buñuel?) mejor ignorarlos hasta que cometan un desliz y podamos con toda justificación (no con justicia, se entiende) encerrarlos de a cinco en un cuarto de dos por dos con una letrina y tirar la llave.
Una de las sorpresas más interesantes sobre la moralidad es que la cuestión no es tan compleja. Russell lo expresó en una entrevista con una simplicidad magistral (que evocaba en gran parte a Budha y a lo mejor del cristianismo): la violencia y el odio son estúpidos, el amor es la inteligencia. Yo, que no soy tan magistral y que dudo un poco más que Russell y Swedenborg sobre la primacía del intelecto en cuestiones morales lo digo de otra manera: hay gente mala. Y no los quiero.