viernes, 27 de febrero de 2009

El Silencio*


Cuando hoy a la mañana salí de mi edificio para ir a trabajar, en la puerta de entrada me topé con mi vecino del quinto piso. No me sorprendí cuando no me saludó, por el contrario, habría sido sorprendente que lo hiciera, ya que jamás decía siquiera “hola”. Yo tampoco lo saludé; tiempo atrás, al no verme correspondido, yo también había omitido esa norma de cortesía hacia él. “Es un troglodita”, pensé, y salí a la calle.
Caminé hasta la parada y estuve ahí en el preciso momento en que llegaba el colectivo. Cuando subí, el chofer marcó el importe del pasaje sin que yo se lo hubiese solicitado. El hecho podía deberse a dos motivos: el primero, rápidamente descartado por mí, suponía la posibilidad de que el veterano conductor me recordara y conociese mi habitual destino, ya que viajo en esa línea desde hace años, a la misma hora y con una frecuencia casi diaria. El segundo y, a mi juicio, el más probable, era que marcara el importe de acuerdo a una precaria estadística que indicaría que los pasajeros, en su mayoría, suelen solicitar pasajes de esa tarifa. Acerqué la tarjeta a la máquina y pagué.
El vehículo estaba repleto y se hacía difícil avanzar entre el gentío; el piso ostentaba una humedad resbaladiza y perdí el equilibrio, empujando a un hombre de bigotes y pelo entrecano. Le hice un elocuente gesto de disculpa  con la cabeza, enfatizado por un movimiento de mi mano derecha y obtuve por respuesta una mirada inquisidora.
Una señora mayor muy bien vestida subió y, avanzando a manotazos entre la multitud, accedió a un asiento que le cedieron y por el que no dio las gracias. En la corrida, apoyó bruscamente su pie derecho sobre algo blanduzco, que resultó ser ni más ni menos que mi pie izquierdo. Ni un gesto hubo en su cara, ni una palabra salió de su boca.
El viaje a mi trabajo suele ser largo, pero esta mañana pareció serlo aun más; el clima estaba muy pesado, especialmente dentro del colectivo, donde la temperatura parecía ser varios grados superior a la del mundo exterior. Los pasajeros soportaban el viaje con estoicismo, mientras miraban a través de las turbias ventanillas y se esforzaban por aferrarse a los pasamanos.
Luego bajaron algunos y la atmósfera se volvió apenas un poco más respirable. Frente a mí se desocupó un asiento y me senté en él. A mi lado, junto a la ventanilla, una chica escuchaba música, los auriculares conectados por un extremo a sus oídos y por el otro a un smartphone, mientras dejaba errar la mirada en dirección a la calle. Al rato se levantó, pero antes hizo algunos gestos como para darme a entender que tenía que bajarse y que yo debía hacerme a un lado para dejarla pasar: cambió su posición en el asiento, se acomodó ligeramente el pelo, guardó algo en su cartera, miró con atención la altura de la calle y luego dirigió su mirada a mí, pero no dijo nada. Me levanté y pasó en silencio.
Unas pocas cuadras después, por fin, llegué a mi destino y bajé del colectivo. La situación se me había vuelto intolerable. ¿Acaso todos habían perdido el habla? Pienso que a esa altura hasta a mí me habría costado romper el silencio y que, aunque lo hubiese intentado, no habría salido una palabra de mi boca. Caminé unos pasos por la vereda, que estaba tan llena de gente que parecía una prolongación del colectivo. Entonces, no lo pude resistir: un tipo pasó a mi lado y, sin previo aviso, le pegué una terrible trompada en la mandíbula. Quedó aturdido, porque no le di tiempo a reaccionar; pero cuando se repuso del shock me gritó:
- ¡La puta que te parió!

Y yo salí corriendo sin poder disimular la sonrisa.


*Seleccionado y publicado en el libro Relatos Cotidianos, compilado por Elizabeth Toribio. Editorial Dunken 2018. 

8 comentarios:

Luis Alvaz dijo...

Muy interesante el texto. Parece que la única manera para que en la actualidad la gente emita algún sonido a otro interlocutor sería con una acción así.
A mí me ha pasado a menudo así en la calle y en el transporte colectivo. La gente viaja y se topa con otros individuos pero no se percata que de hecho son personas también. Vivir en una ciudad es de hecho eso: ignorar a los otros como si fueran enemigos potenciales.
El silencio y el ruido son dos barreras que la gente usa para aislarse. Por un lado el ensordecedor estruendo de los autos, por el otro la gente que no emite ninguna palabra, ni para saludar ni para pedir permiso ni para pedir perdón.
Me pregunto si así como las bocas están bloqueadas los oídos también lo estarán.

Un saludo silencioso

Luis Colucci dijo...

Gracias por el comentario. Coincido: probablemente los oídos estén tan bloqueados como las bocas.

Un saludo a media voz.

Wolter Hellmund dijo...

Carajo, disculpando la palabra, pero no he visto mejor entrada que esa, compañero. El extremo detalle me hizo pensar ¿por qué yo no observo tanto mi entorno? ¿Mi día a día? No lo sé. Pensé que estaba escribiendo sobre una aburrida e incolora mañana de su vida (aunque aún ahora dudo que sea éste un evento por el que usted haya vivido, sin conocerle más que su adictivo talento para escribir) hasta que pude ver al cabrón descalabrándose por el caño con la mandíbula en sangre, maldiciéndole. Me reventé a reír, no pude aguantar. ¡Buenísimo! Voy a suscribirme a esto.

Luis Colucci dijo...

Muchas gracias, Wolter, por su comentario. Me alegra haberle arrancado una carcajada.
Por suerte no se trata de un hecho verídico de mi vida; mis reacciones son más mesuradas, lo aseguro. Pero considerando lo densas que se ponen las cosas viajando en el transporte público en una hora pico, no parecería tan raro que ocurriera.
Un saludo.

Rubén dijo...

Muy bonito, Colucci, bien escrito; conecta con cualquiera que viva el día a día de una ciudad. Habría preferido que no hubieses desvelado en los comentarios el hecho de que el final del cuento es imaginado. Aunque todos supongamos que lo es, ¿no sería mejor mantener la duda sobre dónde termina la realidad y dónde empieza la ficción? Como dicen en mi tierra (también ahí al lado, en Brasil): Parabéns!

Luis Colucci dijo...

Gracias, Rubén.
Es verdad que habría sido mejor no revelar la inautenticidad de los sucesos narrados pero, dada la violencia del final, preferí que no se identificara mi personalidad con la del protagonista.
Saludos.

Unknown dijo...

ES EXCELENTE !!!!!!! Una clara expresión de una realidad cotidiana jajaja. Me encantaría que se transformara en el cortometraje número 4 de Historia Colectiva en Primera Persona. Abrazote

Luis Colucci dijo...

Gracias por leerlo y por el comentario, Susana! Sería maravilloso filmarlo. Un abrazo!