La placa, bastante dañada por el paso de los años, puede
leerse en la pared de un viejo bar reciclado de San Telmo:
“Se ruega por razones de higiene no escupir en el
suelo. Ordenanza municipal, abril 21 de 1909”
No sé el lector, pero yo nunca he visto que alguien
escupiera en el piso de un bar ni recuerdo que, estando alguien dispuesto a
hacerlo, éste fuera increpado por un amigo, camarero o vecino de mesa para
disuadirlo. Debo pensar, en todo caso, que en 1909 no sería tan raro que eso
pudiera suceder ya que, si no, no habría tenido sentido poner semejante placa.
Recuerdo que en los viejos colectivos solían verse cartelitos con la leyenda:
“Prohibido fumar y escupir" (también existía la versión ‘salivar’, que al
parecer, sonaba más fina).
Dada la omisión de esas advertencias, debemos suponer
que las personas han dejado, en general, dicho hábito, por lo cual aquello que
esgrimen algunos viejos de que “la gente ya no tiene modales” sería una
mentira. Arriesgo una humilde teoría: los seres humanos somos y hemos sido
siempre insoportables, sólo que los modos que toman las conductas antisociales
van cambiando según la época. Las quejas que despiertan los tipos despreciables
que escuchan música despreciable en lugares públicos con pequeños aparatitos despreciables
son tanto razonables como aparentemente novedosas. Pero en los años setenta y ochenta
he visto con frecuencia personas munidas de viejas radios
portátiles, escuchando transmisiones de fútbol a todo volumen en los colectivos y a tipos
caminando por la calle escuchando música en enormes y ahora extintos
radiograbadores. Esto último se daba poco, claro, no era muy práctico andar por
la vida acarreando aparatos de semejante tamaño que, para colmo de males,
solían consumir en pilas lo que una central eléctrica produce de energía en un
año.
La pregunta que me surge, entonces, es un poco obvia:
¿Juzgamos el pasado por lo mejor que tuvo y el presente por lo peor que tiene?
Se suele considerar al renacimiento como una época de
gran apogeo cultural, la gran era del arte y el humanismo, definición justa si
se piensa en Rafael, Miguel Ángel o Leonardo Da Vinci. Sin embargo, y a
propósito de Leonardo, hace un par de años descubrí sus Apuntes de cocina1 y encontré entre sus páginas, más exactamente en
la sección Modales y usos en la mesa, las siguientes joyas:
“Ningún invitado se deberá sentar encima de la mesa, ni de
espaldas, ni en la falda de otro invitado”
“No deberá poner su pierna encima de la mesa”
“No colocará trozos de su propia comida masticados a
medias en el plato de su vecino sin primero preguntarle”
“No limpiará su cuchillo en la ropa del vecino”
“No pondrá comida de la mesa en su bolso, ni en su
bota, para comerla después”
“No escupirá frente a él2”
“Ni tampoco a un costado”
“No se llevará el dedo a la nariz ni al oído mientras
conversa”
“Deberá abandonar la mesa si está por vomitar”
Si esto no llama suficientemente la atención del
lector, lo invito a leer los siguientes párrafos.
“Acerca de cuál es el modo en que deben ubicarse
en la mesa los asesinos”
“Si para la mesa hay planeado un asesinato, es claro que
debe ubicarse al asesino en las cercanías de su víctima (...) dado que de este
modo se interrumpirá menos la conversación, al mantenerse la acción
circunscripta dentro de un pequeño sector.” “Una vez que el cadáver (y, si las
hay, también las manchas de sangre) ha sido retirado por los sirvientes, lo
usual es que el asesino abandone también la mesa, dado que, algunas veces,
podría su presencia perturbar la digestión de aquellos que estén sentados cerca
de él.”
Ignoro si Leonardo escribió estas frases con intención de
ser irónico aunque sospecho que así fue. De todos modos, el hecho de que las
haya escrito da una idea de lo que estaba mal visto en aquellos años y de lo
que se suponía podía llegar a suceder en una mesa a la cual acudieran personas
de malos modales. La alusión a los asesinatos habla a las claras, aunque sea en
clave humorística, de los modos de los nobles de la época que, aparentemente,
podían mandar a matar impunemente a quien los importunara e, incluso, tolerar
que ocurriera un asesinato en su mesa (siempre y cuando fuese tramado por
ellos) pero no que el asesino permaneciera sentado a ella.
Evidentemente, el hecho de que ciertos personajes notables
hayan sobrevivido a través de sus obras y hayan llegado a nosotros después de
siglos nos lleva a la ilusión de que éstos fueron la norma y no la excepción,
como si en aquella época todos los vecinos de Florencia o de Venecia hubiesen
sido artistas y no hubiesen existido los enterradores, prestamistas y ladrones.
O más aún, como si todos los artistas hubiesen sido brillantes entonces y ahora fueran
todos mediocres (aunque, es justo decirlo, ante la incerteza de los cánones,
hoy cualquiera se considera un gran artista y es aplaudido por muchos sólo por
aparecer en televisión, componer un jingle, tirarse al piso desnudo en
una galería de arte o hacer una rayuela en el Palais Royal). Mientras tanto, nos quejamos de que el
vecino del departamento J nunca cierra bien la puerta del ascensor o de que el
del K, un adolescente, todavía no consigue, después de un año de torturarnos,
tocar más o menos decentemente el riff de Satisfaction en la guitarra.