"Solemne, como pedo de inglés."
Leopoldo Marechal.
La tía pepa también estaba ahí, como siempre, con su pierna ortopédica suelta, cruzada y sostenida un como escopeta de los pantanos de Nueva Orleans sobre su otra pierna. Y junto a ella la tía Holga con Holguita, su hija, cámara de fotos pendiendo de una tira de "cuero ecológico"- en mi tiempo, mucho más ecológico, en el que esas cosas eran un productos exclusivos de las farmaceúticas, le decíamos cuerina - el Tio Carlos con su bigote de veterano de la legión extranjera y estómago de veterano del Pigalle, los primos, Ulises , Nicolás, Quique, Ernesto, hijos, sobrinos cuyos nombres ya nadie se preocupaba en aprender, cuñados, toda la familia. El motivo era el septuagésimo octavo aniversario del abuelo Antonio, patriarca de los presentes, venerable anciano y experto vendedor de seguros de caución en la zona de Berazategui y Bosques.
Gracias por venir. Quiero contarles algo. No, no es una anécdota de los años de plomo, pueden despreocuparse. Tampoco sobre ventas, ni sobre mi infancia, cuando teníamos el almacén y el fondo con frutales y gallinero. Esos tiempos eran... en fin, es algo que no les he contado. Algo que tiene que ver con lo que quiero hacer con el tiempo que me queda. ¿Está senil, ya? se preguntó más de uno dudando de cuánto Dalmore de Isley había pasado esa noche por el vaso de boca ancha que sostenía en la mano de índice recriminador. Les quiero hablar de un hombre que conocí hace años cerca de la Boca. Un hombre que resultó crucial en la presunta desaparición de mi primera esposa.
Yo tenía algo más de veinte años y estaba en un bar portuario y bastante bohemio de la zona, un bar con chicas, si se entiende (una media sonrisa y una mirada que buscaba complicidad salieron por encima y debajo de sus anteojos bifocales). Esa noche, no lo voy a olvidar- dijo salpicando un poco de whisky sobre la falda de la prima esmeralda, al sacudir el vaso en un movimiento circular inconducente- esa noche conocí a un cafiolé, cafiolo, café au lait, con una capacidad de convencimiento que jamás he volvido a ver. Vuelto. Sí, perón, digo, perdón, la dentadura no me ayuda, dijo enseñando su encía superior al tiempo que sus incisivos superiores permanecían pegados a los inferiores, como desaprobando lo dicho, una maestría que no he vuelto a ver. Más Smmugler! No es smmugler. Bueno, como sea pero sin agua esta vez.
Era un hombre de unos cincuenta años muy bien llevados, pelo peinado a la gomina, traje cruzado a rayas, bigote como Pepe Arias "el zorro" (¿quién?). Sentado en la barra, rodeado de silencio y de una pelirroja con acento ruso ucraniano bajo la luz amarilla de una lámpara de 40 empezó su sermón,. Bah, su speach de venta.
"Hay pocos placeres como el de degustar un vino. Y mucho más placentero y selecto resulta hacerlo como parte de la rutina de trabajo. No, no caballero, no muchacha. No soy un dandy de la publicidad. Soy, más bien y si se quiere, un artista, un creador, un experto del placer o de los placeres, para ser más justo. Yo conozco y sé anticipar los cálidos alientos en su humedad más íntima. Yo sé interpretarlos para mi conveniencia y la del prójimo, que son una y la misma. Se entiende. La sutileza que domino me ha permitido prescindir casi sin excepción del tacto. En ocasiones que saben ocurrir con frecuencia, mi solo nombre e incluso la intuición de mi presencia son suficientes para producir el efecto tan deseado. Y no se me piense como un personaje puramente nocturno, qué esperanza. Quien así lo hiciere caería en un error vulgar. Por las mañanas, en el desayuno o entre las sábanas sé incorporarme en pequeños objetos y a través suyo ejercer toda mi potencia. Yo soy el que es, señores. Yo soy todas las cosas. La vida y la naturaleza son mi evangelio. Soy el tiempo y el fuera del tiempo y no hay solo goce ni un solo deseo en los cuales deba salir de mi al entregarme. Les dejo mi tarjeta. Buenas noches."
Y ahí nomás salió del bar y se oyó el sonido de un arbusto seco al prenderse fuego o ser orinado, disculpen la expresión, pero es mejor que decir meado. ¡Abuelo! Perdón, disculpen. Se oyó ese sonido ambiguo, y después el de sus pasos perdiéndose en la elevación del parque Lezama , debía ser uno de los hombres mejor calzados de Buenos Aires. Fue uno de los momentos más emotivos de mi vida. No por el discurso en sí. Esa noche, perdí a Katerina, mi primera esposa. El mes pasado hubieran sido nuestras bodas de oro si no se hubiera hecho Carmelita e ido a Etiopía a misionar.
Misionar, así le dicen. Chupacirios, maldita sea la hora que esos fanáticos, ornamentadores de gauchos giles y embotelladores de viudas, llegaron a este mundo. Me la convirtieron. Ese cafiolo, con el verso del placer. Porque yo sé cómo son las cosas. Y ustedes no quieren ver o no pueden o no les importa. Porque ninguno ha tenido que trabajar como yo para que ahora me miren con esas caras. Así anda el país, entre la lascivia y el fanatismo. Pero se acabó manga de hipócritas, del primero al último... Me voy, yo también. Esta misma noche.
Alguien miró un reloj inexistente, mencionó el horario del último tren, que nadie tenía necesidad tomar, y las cosas siguieron su curso a ninguna parte. Un perro ladró en la calle, un gato maulló desde una terraza vecina y, mientras tanto y aunque nadie pudiera oírla, una anciana ruso argentina gemía incansablemente de divino placer en Etiopía. Los negros son muy agradecidos.