Borges señala1 que en 1523 Ulrich Zwingli2 “declaró su esperanza personal de compartir el cielo con Hércules, con Teseo, con Sócrates, con Arístides, con Aristóteles y con Séneca” ya que “generaciones de hombres idolátricos habían habitado la tierra sin ocasión de rechazar o abrazar la palabra de Dios” y que “una amplificación del noveno atributo del Señor (que es el de omnisciencia) bastó para conjurar la dificultad. Se promulgó que ésta importaba el conocimiento de todas las cosas: vale decir no sólo de las reales sino de las posibles también.” Así “los modos potenciales del verbo pudieron ingresar en la eternidad: Hércules convive en el cielo con Ulrich Zwingli porque Dios sabe que hubiera observado el año eclesiástico, la Hidra de Lerna queda relegada a las tinieblas exteriores porque le consta que hubiera rechazado el bautismo.”
Así como para los cristianos de los tiempos de Zwingli a un hombre le bastaba con abrazar la fe para ser salvo y con rechazarla para ser condenado, muchos militantes del progresismo nacional y popular argentino contemporáneo, que dicen descreer del cielo y del infierno, salvan o condenan a un hombre según la ideología que diga profesar. Puede que esto les resulte bastante sencillo a la hora de juzgar a los personajes que viven en la actualidad o que desarrollaron sus vidas a partir de las grandes revueltas obreras de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, pero ¿qué sucede con aquellos que vivieron antes y no tuvieron la oportunidad de abrazar o rechazar las luchas populares y las ideologías que les daban sustento? A falta de un dios omnisciente (o del PCUS3 que, en un libro que casualmente cayó en mis manos y cuyo título no recuerdo, dictaminó que Espartaco había sido algo así como un pionero de la lucha obrera) que sepa si en el siglo pasado tal monje medieval habría apoyado la teología de la liberación o cual compositor barroco se habría plegado al realismo socialista, no podemos aquí más que plantear algunos interrogantes. ¿Habrá que rescatar a Platón por su espíritu republicano o condenarlo por esclavista? ¿Fue Jesús de Nazareth un vanguardista revolucionario o un mero encendedor de la pipa del opio de los pueblos? ¿Miguel Ángel Buonarroti, si hubiera vivido en México durante la primera mitad del siglo XX, habría sido muralista? ¿Ludwig Van Beethoven le habría dedicado una sinfonía a Stalin para luego tachar la dedicatoria?
En el incomprensible y apasionado entorno local, un sector que se auto-proclama representante del pensamiento popular denuesta al sanjuanino más famoso, un clásico liberal del siglo XIX, presidente electo, billete de cincuenta pesos, discriminador de gauchos e impulsor de la educación universal, laica y gratuita, mientras que reivindica a su contemporáneo, el llamado Restaurador de las Leyes, nacionalista católico, caudillo federal, billete de veinte pesos y estanciero que, apoyado por la oligarquía terrateniente, gobernó con mano de hierro durante veinte años y, una vez derrocado, fue protegido por el gobierno inglés para exiliarse en Southampton, donde pasó sus últimos veintidós años.
Maximilien de Robespierre, entre las muchas cosas que hizo, como pergeñar una revolución, sembrar el terror, recibir un balazo en la cabeza y morir decapitado, tomó la precaución de no leer la Declaración Universal de los Derechos Humanos para eludir el anacronismo. Por su parte, Cornelio Saavedra, además de comandar el Regimiento de Patricios, presidir la Primera Junta, pelearse con Mariano Moreno y conspirar contra la Junta Grande, se abstuvo de leer el Manifiesto Comunista por idéntico motivo. Por lo tanto sospecho que, para evitar falsas conclusiones, será mejor no juzgar sus actuaciones bajo la luz de los mencionados textos. En todo caso podremos recurrir al auxilio de Rousseau, Voltaire o Montesquieu, siempre y cuando tengamos en cuenta que éstos no esgrimieron como arma más que la pluma y la palabra, mientras que aquéllos fueron quienes blandieron las espadas. En cuanto a los contrafácticos, supongo que será mejor dejarlos al arbitrio de algún demiurgo competente.
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