A veces pasan cosas raras.
Un sábado por la tarde tomás el tren del Oeste y descubrís que, en contra de tus previsiones, el vagón está casi vacío. Caminás entre los asientos buscando la ubicación que creés más conveniente, te sentás junto a la ventanilla y te dejás llenar por el sol y el aire primaveral que entran a través de ella.
El libro, que pensaste inútil pero que igual te acompaña, porque en el fondo guardabas la tenue esperanza de que pudieras leerlo en el viaje, ahora te resulta indiferente. Te resulta mucho más grato entregarte a viajar, a mirar y a jugar a descubrir las sutiles diferencias que guardan entre sí los monótonos andenes, que embarcarte en la lectura.
Al aproximarse la primera estación, el temor. ¿Subirá la horda? ¿Se ocuparán todos los asientos? ¿En qué momento subirá la madre con el bebé llorón, la anciana a la que habrá que cederle el asiento o el grupo de adolescentes gritones?
Nada. Suben unos pocos pasajeros tranquilos que se acomodan prudentemente lejos de vos.
Se suceden algunas estaciones. Calma. A veces pasan cosas raras.
El tren se detiene en una estación y, de pronto, percibís que un elemento perturbador se aproxima. Es un ruido débil, un zumbido tal vez, que proviene del andén, que crece cuando el tren abre sus puertas y luego deviene en una música atroz que emana de un teléfono celular adosado a un sujeto que porta una gorra con una inscripción ilegible y un par de zapatillas de astronauta.
Pensás que es ridículo que un factor tan mínimo, tan insignificante pueda cambiar radicalmente la placidez del viaje. Habrá que adaptarse a la nueva situación. Tal vez el libro ahora sirva para eludir la realidad que hasta hace un rato era blanda y amable y que en este momento tiene la dureza y la rudeza de ese estrépito ensordecedor.
Es inútil. No se puede leer así. Buscás amparo en la ventanilla y en las imágenes que se suceden vertiginosamente, pero de nada sirve. El paisaje se afea, se desfigura con esa cacofonía que ahora lo infecta.
Buscás una posición más cómoda en el asiento y tratás de abstraerte de ese sonido. Es imposible.
Empezás a mirar a tus lados, adelante y atrás para escrutar las expresiones en las caras de los demás pasajeros. Parecen no escuchar. Se pierde tu esperanza de que alguno increpe al sujeto y le diga que apague esa porquería o que, al menos, le pida que baje el volumen.
Un tipo que está cerca te mira repentinamente y buscás su complicidad. Hacés una mueca, torciendo ligeramente la boca hacia un lado y mirando de reojo en dirección al ruido, pero el tipo súbitamente retira la mirada. Estás solo.
Tu malestar se vuelve físico hasta que comenzás a sentirte un poco fuera de tu cuerpo. De pronto te ves, sorprendido de vos mismo, pero seguro y decidido, levantándote del asiento, abalanzándote sobre el sujeto de la gorra, arrebatándole el aparato de la mano y arrojándoselo por la ventanilla.
Absorto y replegado sobre sí mismo, el sujeto balbucea:
- Pero...¿Qué hacés?
Y vos, magnánimo:
- Nada. Pensé que las normas de convivencia habían caído en desuso.
Todo esto sucede ante la aprobación unánime del resto de los pasajeros, quienes asienten con la cabeza y luego ven cómo el infeliz, avergonzado, desciende del tren en la estación más próxima, mientras vos volvés triunfante a tu asiento.
A veces pasan cosas raras. Pero, como los milagros no existen, permanecés en tu lugar soportando al energúmeno y su ruido infernal hasta el final del viaje.
Un sábado por la tarde tomás el tren del Oeste y descubrís que, en contra de tus previsiones, el vagón está casi vacío. Caminás entre los asientos buscando la ubicación que creés más conveniente, te sentás junto a la ventanilla y te dejás llenar por el sol y el aire primaveral que entran a través de ella.
El libro, que pensaste inútil pero que igual te acompaña, porque en el fondo guardabas la tenue esperanza de que pudieras leerlo en el viaje, ahora te resulta indiferente. Te resulta mucho más grato entregarte a viajar, a mirar y a jugar a descubrir las sutiles diferencias que guardan entre sí los monótonos andenes, que embarcarte en la lectura.
Al aproximarse la primera estación, el temor. ¿Subirá la horda? ¿Se ocuparán todos los asientos? ¿En qué momento subirá la madre con el bebé llorón, la anciana a la que habrá que cederle el asiento o el grupo de adolescentes gritones?
Nada. Suben unos pocos pasajeros tranquilos que se acomodan prudentemente lejos de vos.
Se suceden algunas estaciones. Calma. A veces pasan cosas raras.
El tren se detiene en una estación y, de pronto, percibís que un elemento perturbador se aproxima. Es un ruido débil, un zumbido tal vez, que proviene del andén, que crece cuando el tren abre sus puertas y luego deviene en una música atroz que emana de un teléfono celular adosado a un sujeto que porta una gorra con una inscripción ilegible y un par de zapatillas de astronauta.
Pensás que es ridículo que un factor tan mínimo, tan insignificante pueda cambiar radicalmente la placidez del viaje. Habrá que adaptarse a la nueva situación. Tal vez el libro ahora sirva para eludir la realidad que hasta hace un rato era blanda y amable y que en este momento tiene la dureza y la rudeza de ese estrépito ensordecedor.
Es inútil. No se puede leer así. Buscás amparo en la ventanilla y en las imágenes que se suceden vertiginosamente, pero de nada sirve. El paisaje se afea, se desfigura con esa cacofonía que ahora lo infecta.
Buscás una posición más cómoda en el asiento y tratás de abstraerte de ese sonido. Es imposible.
Empezás a mirar a tus lados, adelante y atrás para escrutar las expresiones en las caras de los demás pasajeros. Parecen no escuchar. Se pierde tu esperanza de que alguno increpe al sujeto y le diga que apague esa porquería o que, al menos, le pida que baje el volumen.
Un tipo que está cerca te mira repentinamente y buscás su complicidad. Hacés una mueca, torciendo ligeramente la boca hacia un lado y mirando de reojo en dirección al ruido, pero el tipo súbitamente retira la mirada. Estás solo.
Tu malestar se vuelve físico hasta que comenzás a sentirte un poco fuera de tu cuerpo. De pronto te ves, sorprendido de vos mismo, pero seguro y decidido, levantándote del asiento, abalanzándote sobre el sujeto de la gorra, arrebatándole el aparato de la mano y arrojándoselo por la ventanilla.
Absorto y replegado sobre sí mismo, el sujeto balbucea:
- Pero...¿Qué hacés?
Y vos, magnánimo:
- Nada. Pensé que las normas de convivencia habían caído en desuso.
Todo esto sucede ante la aprobación unánime del resto de los pasajeros, quienes asienten con la cabeza y luego ven cómo el infeliz, avergonzado, desciende del tren en la estación más próxima, mientras vos volvés triunfante a tu asiento.
A veces pasan cosas raras. Pero, como los milagros no existen, permanecés en tu lugar soportando al energúmeno y su ruido infernal hasta el final del viaje.
16 comentarios:
Más realístico y certero imposible, Sr. Colucci. Como siempre, me ha sacado a letrasos un par de carcajadas con lo cotidiano de sus entradas. Buenísimo.
Gracias, Wolter. Es Ud. muy generoso con sus elogios.
Quiero aclarar que la idea del relato me la sugirió mi gran amigo y compañero de Sindudamente, Mariano Lastiri.
Un saludo.
Perfecta estampa contemporanea del transporte urbano. Un aguafuerte actual.
Hay qué ver cada cosa en el transporte público...
Como agarremos al tipo que inventó esos teléfonos, ya va a ver.
Por otr partees muy molesto también notar que en hora pico, cuando el tren sale de retiro y el pasaje se aglutina en los recovecos de los vagones roñosos, un montónde atorrantes, niños y adultos entran comiendo panchos llenosde olor a carne hervida y sustancias indelebles.
Siga denunciando Colucci!!!
Así es, Narvaja. Y ni hablar de los que intentan subir a un tren o subte lleno, sin esperar a que desciendan los que están dentro. Lohe visto incluso en las cabeceras!
De ahora en más esta sección se llamará Sindudamente Denuncia.
Abrazo.
jejeje, tal cual, Luis.
Se te olvidó decir que el ruido es una cumbia "villera" de Supermerca2o algún que otro talento musical por el estilo...
Abrazo!
Iván
Supermerca2? Qué rayos es eso? No será supermerqueros? Estoy muy desactualizado!
Colucci, por favor, no pierda el tren de la cultura, le recomiendo ver A Pleno Sábado, con la Tota Sanillán, así se pone al día con el desarrollo de las nuevas y complejas corrientes musicales-tropicales.
Ah, lo invito a ver mi nuevo post, llamado "Ajedrez":
www.imperiodismodigital.blogspot.com
abrazo
Iván: ese programa merece la condena de Amnesty y todos los organismos de derechos humanos.
Muy bueno lo del ajedrez.
Ayer viajaba en el FFCC Bartolome Mitre con destino a suarez cuansdoun cincuentón caradura entra con radio/celular/ aparato infernal ruidoso escuchando una alternancia de cumbias y temas vernaculos.
Tomé corajé, pensé en ustedes compañeros sindudamenteando, en toda la gente de bien, y le dije "Podría-bajar-la musica-Muchas-Gracias" dos veces de corrido.
El tipo sin mirarme, lo hizo.
La sociedad de genetdel tren se sintió aliviada. Quizás quedé un razgo atavicode civilidad entre esta masa oscura de trenseuntes.
Oh, Narvaja! Todavía hay esperanza en este mundo! No perdamos la fe en el patético género humano!
Colucci: UD, con los cambios en nuestras conductas que motivaron su escrito, ha modificado la realidad de ese vagón de tren, ha ayudado a que decenas de personas no sufran el ataque alto-parlante-cumbianchero. Ahora seguiré la conducta de su compañero Narvaja. Si en vez de bajar el volumen, me pegan un buen tortazo ¿también deberé agradecérselo?
PD: gracias por lo del ajedrez ;)
Mh, no sé, Iván. Tal vez en el texto podría haber incluído alguna clásica frase de advertencia como: "no hagan esto en sus casas" o "puede fallar".
Estimado señor Colucci.
I-Enhorabuena por ese blog que lleva en compañía.Muy interesante y variado.
II-Le prometo que lo visitaré con frecuencia.
III-En cuanto a lo suyo,que también es lo mío con los móviles en particular y los ruidos en general,le propongo que forme un comando de tres individuos educados y agradables que se abalancen con educación sobre el detentador del móvil, escuchando atentamente la conversación e interrumpiéndola con consejos y avisos que le den a entender al usuario del móvil que están ustedes muy interesados en su bienestar y felicidad.
¡Sería una experiencia tan interesante!
Un abrazo.
Bienvenido y gracias, Don Porquero.
Buena idea la suya.
Un saludo.
Cómo apunta Iván, cuando estos sujetos aparecen con sus celulares nunca lo hacen escuchando a Mozart o a Dylan. Siempre es la peor entre la peor música. Yo hace tiempo que tomé la decisión de cambiar de vagón de metro al instante.
Por otra parte, Colucci, como en el blog de Avelina Lésper parece que hay que lisonjear debidamente a la patrona para que a uno le publiquen sus comentarios (y yo no encuentro razones para hacerlo), no se me ocurre otra que trasladarte aquí las observaciones que tu intervención me suscitó, lamentablemente censuradas allí, de nuevo. Más que nada porque me jode escribir para nada:
"Lo siento, pero no veo qué hay de malo en que una artista se limite a lo femenino, un americano a lo americano, Platón a la sociedad en la cual se formó (que sólo era la ateniense) o Mapplethorpe a las pollas de los negros. Como mínimo, en estos ejemplos cada uno habla de lo que mejor conoce, lo cual no es poco. Y si después de cada particularidad podemos extrapolar, pues mejor que mejor. Del discurso feminista, cuando no es "provinciano", se sacan a menudo conclusiones aplicables a cualquier situación de discriminación; el discurso de "los americanos" nos habla muchas veces del Imperio en abstracto (de hoy o de ayer: los USA, la URSS, el Real Madrid, etcétera); de Platón no voy a decir nada, aunque quizás deberíamos pensar más a menudo que la democracia es hoy en día un hecho consumado de manera más bien deficiente debido a que imitó un sistema que regía (en la Atenas clásica) a no más de 10.000 personas; con Mapplethorpe volvemos a otro tipo que haciendo apología de la homosexualidad seguramente haya ayudado a la lucha de muchas otras sensibilidades que se pensaban sin derecho a la visibilidad, “no vayamos a molestar a los que manejan el cotarro”. No ver todo esto es quedarse, una vez más, en la literalidad. Y por cierto, hace tiempo que dije no me acuerdo dónde que las relaciones entre anticonceptualismo, antinacionalismo y antifeminismo eran mucho más estrechas de lo que pudiese parecer en un principio; me ratifico en ello cada día que pasa."
Saludos
Hola, Rubén. Sí, considero que lo mejor es cambiar de vagón, aunque también sería posible pedir civilizadamente al sujeto que baje el volumen. Lo que habrá que ver, en este último caso, es si la respuesta del sujeto es tan civilizada.
Es verdad que estas personas suelen escuchar lo peor de lo peor pero, aunque escucharan Bach, Beethoven o Lutoslawski, sería igualmente desubicado.
Con respecto a tu respuesta a mi comentario en el blog de Lesper, voy a ser un poco más explícito, porque tal vez no se entendió bien: quise decir que alguien por ser mujer no "debe" limitarse sólo a tratar lo femenino, al igual que un americano no "debe" dedicarse sólo a temas americanos. No censuro a quien lo hace. Me interesa, claro, cómo lo hace. Por supuesto que habitualmente escribimos sobre lo que más conocemos (de hecho, yo lo hago), sólo que hay ciertas corrientes que suponen que uno debe limitar los temas a lo que "corresponde" excusivamente a su sexo, nacionalidad, idea política, etc.
Por suerte, no tengo esas supersticiones. No leo a tal o cual tipo o tipa porque pertenezca a tal o cual partido, no me fijo en el sexo del pintor o la pintora antes de ver un cuadro.
Disfruto de las aguafuertes porteñas de Arlt, que son muy porteñas, como de los cuentos de Borges, quien ha sido tildado de escritor extranjerizante. Tener una mirada americana siendo americano o una mirada femenina siendo mujer es algo fatal, inevitable.
Shakespeare no tenía por qué limitarse a escribir sobre temas ingleses, sino no hubiera escrito Hamlet o Romeo y Julieta. Sin embargo, no creo que en Inglaterra se lo condenase por eso.
Escribir, pintar, hacer música o lo que sea, sobre lo más cercano que nos reodea, puede ser natural y logrado y puede no serlo.
Después de todo también tenemos el resto del universo.
Un saludo.
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