viernes, 6 de julio de 2012

Vidas inimaginarias I. Juan Rulfo


Autor de Pedro páramo y El llano en llamas, Rulfo es uno de los principales autores mexicanos del siglo XX. Admirado por autores como Borges y Garcia Márquez, obtuvo el premio Príncipe de Asturias en 1983. Su breve obra, que ha sido traducida a más de treinta idiomas, contiene algunas de las páginas más violentas y enigmáticas de la prosa latinoamericana.

Juan Rulfo nació el 16 de mayo de 1917 en el pequeño pueblo de Apulco, perteneciente al distrito de Sayula, Jalisco, siendo bautizado Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Como consecuencia de la rebelión cristera, su familia, que podía ostentar una tradición que se remontaba hasta el siglo XVIII, pierde toda su fortuna. En 1925 fallecen su padre y abuelo materno. Dos años más tarde, luego de un traslado forzoso a Guadalajara, capital de Jalisco, su madre.
El primer contacto de Juan Rulfo con los libros se debe a la biblioteca de la escuela de las monjas josefinas de San Gabriel, donde aprende a leer y escribir. Esta educación se verá suspendida por la mencionada rebelión de los cristeros y la muerte de su padre. Sin familiares que pudieran hacerse cargo de su educación, sólo sobrevivía una abuela, es internado en el orfanato Luis Silva de la ciudad de Guadalajara, institución de rigor casi carcelario y de la que declararía: "lo único que aprendí allí fue a deprimirme".
En 1933, concluida su formación primaria y habiendo estudiado contabilidad, se traslada a la ciudad de México. Allí toma cursos de literatura e historia del arte en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Durante esos años y por una década, trabaja como recaudador de impuestos y luego agente de migración dedicado a la persecución de inmigrantes ilegales y clandestinos. Jamás atrapó ninguno. Al parecer, sus requisas eran precedidas de una breve nota manuscrita que decía: "Mañana por la tarde tendrán visita del departamento de migraciones. Slds cordiales, JR."
De su primera novela, sobre la ciudad de México, escrita en 1940 no quedan registros. Su primer relato, "La vida no es muy seria en sus cosas" es publicado en 1942; de 1945 es "Nos han dado la tierra", que sería luego incluido en El llano en llamas. Ya allí se encuentran los elementos principales de su literatura: la irracionalidad de la vida, la violencia latente y explosiva del género humano y sus acciones,  la geografía campesina, la huella profunda de sus recuerdos infantiles y experiencias juveniles.
Promediando la década de 1940, conoce a Clara Aparicio, con quien entabla una relación epistolar, primero, y amorosa después. De aquel matrimonio, contraido en 1948, nacerán cuatro hijos. Mientras tanto, se gana la vida como viajante de comercio y vendedor para una empresa dedicada a la fabricación de neumáticos.
En medio de esos viajes, experimenta una creciente afición fotográfica. Interesado desde siempre en el arte y la arquitectura, el otro Rulfo, el secreto fotógrafo, exhibe sus imáginenes por primera vez en 1949, en Guadalajara. Sus fotografías, han sido reunidas y publicadas en un catálogo en 2001.
En 1952, el Centro Mexicano de Escritores le otorga una beca, lo que le permite dejar su trabajo de vendedor y dedicarse enteramente a la escritura. En 1953 publica El llano en llamas, que cosecharía gran éxito y lo haría acreedor de una segunda Beca. Luego de poco más de un año de trabajo y algunos adelantos publicados durante 1954, aparece, en 1955, Pedro Páramo. Aquella obra ganaría éxito creciente y siendo aclamada por la crítica y el público en general. Su siguiente novela, El gallo de oro, sería publicada en 1980. En 1983, recibe el premio Principe de Asturias. Fallece en ciudad de México el 7 de Enero de 1986. Su obra completa no supera las trescientas páginas.

domingo, 1 de julio de 2012

Recomienda "El rapto de Perséfone"

Como no podía ser de otro modo, en el subsuelo, criollo inframundo, de Avenida Corrientes 1671.
A partir del próximo sábado 7 de julio a las 18 hs. 







martes, 19 de junio de 2012

Saudade (versión IV)


De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, en 2008 murieron 56.888.288 personas. El cancer mató a 7.583.252, 1.387.460 de esas muertes están vinculadas al tabaquismo. El hiv/sida, a 1.776.270. Los accidentes de tránsito a 1.208.691. 510.349 murieron por caídas accidentales. 71.475 por abuso de drogas. Los trastornos obsesivos fueron responsables de la muerte de 25. La migraña por la de 13. El pánico mató a 9. El insomnio a 7. Sólo un hombre y 30 mujeres murieron por caries.

La belleza no es una de las causas de muerte consideradas por la OMS. La belleza, tan tópica y vinculada a ese otro tropo el amor, duele, pero no mata. No como las muelas cariadas, excepcional pero potencialmente mortales, ni como los golpes. Duele como la inminencia de un final; como último día de colegio-trabajo-locación y como el primero que es el último de las vacaciones; como el aire que enfrentan los labios después de los besos; como las reuniones familiares contagiadas de melancolía y de una compulsión más teatral que cierta.

¿En que estarían pensando antes de romperse la crisma las más de setenta mil personas que murieron al caer accidentalmente? Su crepúsculo debe haber sido mínimo, casi instantaneo: uy, una cáscara de banana; la escalera tiene escarcha, tengo que pasar el secador; si sólo me estiro un poco más llego a reconectar la antena; mañana, mañana lo llamo.

La Belleza, que duele - no se puede dejar de decirlo especialmente si es Belleza con mayúscula - es una pura promesa. La belleza promete un anticipo de inmortalidad. Duele en la aspiración a poseer y consevar un poco de final, de fragilidad en sí. Retener las cosas así, tener todo el preámbulo de la muerte y aspirar hondamente a todos los finales y a toda la teleología. Vocación de equilibrismo.

Dolor, melancolía profunda, oscura, sentimiento redundante que llena el estómago de angustia y desgarra desde adentro, como hacen las manos desde afuera, la mesa del café brasilero.

Quiero llorar y no lo hago porque fui educado en un culto que lo condena.

Migraña: dolor de cabeza agudo y persistente. En fermedad crónica, ver migrañoso. ¡¿Se puede morir de eso?! Trece personas no pueden decir que sí. ¿Y de otra definición? La migraña podría perfectamente ser uno se esos seres que se llevan a los niños que se portan mal.

Sé que podría hundirme en días cada vez más cortos mirando las sombras acelerar sobre este mismo piso. Entiendo que en Kafka también hay paz y que ella no es necesariamente horrible.

Miedo pánico, generalizado, atacado, acabado,alabado sea dios y su temor y sus temerosos que serán los primeros en dejar su último puesto en el reino de los pobres. Bien aventurados los aventureros porque ellos se avienen a las aventuras.

Tengo casi treinta años.

Tiempotiempotiempotiempotiempotiempotiempotiempo, perdido en la ruinosa redundancia del tiempo.

Esto se dice menos: la fealdad también duele. Su dolor es físico y como el de la espalda y las articulaciones, crónico.

Se puede morir de una obsesión trastornada. Es menos probable que hacerlo por abuso de drogas, pero posible.
La fealdad trae un dolor al que algunos pueden acostumbrarse, como a la desgracia y al deshonor, como a las amputaciones. Es hospitalaria, como el ruido uniforme de las autopistas, esa obertura permanente para un mundo que mata. Esa verdad de los que crecimos rioplatenses. Un infiernito sudamericano, purgatorio arquitectónico. Mundo que arbuma de bullicio y ruido ensordecedores fente al silencio permanente de Dios que tenemos que interpretar y no sabemos. Un mundo que indiferentemente puede matarde insomnio o de frío.

La fealdad duele como la muerte. No es un final. No es su anticipación. Es el después. Cada día más tenue y más insoportable. Una ética para fantasmas. Distancias crecientes entre cuerpos y voluntades, entre uno y uno mismo.

Tiempo, tiempo, tiempo, ruido. Silencio

No es posible resignarse a la belleza y a la fealdad sí. Ni es posible entregarse a la belleza y sí a la mediocridad. La fealdad acaba siendo, a medida que uno se engaña y se desvive, una verdad reconfortante, plácida, y no tan fea.

La consecuencia de todo esto es ninguna y no duele, pero tampoco deja de ser una mierda.

domingo, 27 de mayo de 2012

Laura B (borrador III)

Oscuridad, apariencia de luces y después nada. Ese hubiera sido un buen resumen de su vida. La espera de algo y casi todas las cosas. Así las horas, así los días postergados, las esperanzas envejecidas, los milagros que no pasan y la cierta rutina del municipio bonaerense de González Chaves.  
Entre su asignación como administradora ejecutiva de bienes categoría D  hasta su actual categoría  B había pasado casi veinte años. En ese tiempo, trece interventores habían concluido su carrera y reducido el patrimonio municipal a dos terrenos. El primero, conteniendo el edificio de la administración pública; el segundo, el cementerio y el zoológico municipales, separados por un alambrado a lo largo de su común frontera. Todas las edificaciones habían sido diseñadas por Francisco Salamone en plena década infame y, embrutecidas por el abandono, eran seguramente más impresionantes que el día de su inauguración. 
Con el presupuesto reducido al mínimo, la nómina de empleados públicos contenía cinco nombres. El más importante era el de Laura Broch, la empleada de mayor jerarquía, especialmente ahora que la administración de asuntos generales había pasado a Coronel Pringles después de la larga negociación con Tandil y Necochea. 
El edificio municipal, que funcionaba como depósito, no tenía gastos de mantenimiento, ni mantenimiento alguno. Abría una vez por semana sus puertas para sacar los arcos de fútbol y guardarlos luego. El cementerio, a cargo del decrépito Herminio, se manejaba solo, quizás porque Herminio mismo  vivía allí. Muchos decían que ejercía prácticas amatorias o umbandas con los muertos, algunos que él mismo estaba muerto. Como fuera, hacía tiempo que sólo salía del cementerio para cobrar su cheque, pasar por el almacén de ramos generales y comprar las latas de conserva que lo alimentaban y mantenían vivo hasta el mes siguiente. Hacía ya tiempo que nadie moría o se hacía enterrar allí y los únicos visitantes posibles habían abandonado ya el pueblo. El zoológico, otrora orgullo de los chavenses, había requerido acciones más ingeniosas. Cada animal que moría era reemplazado por una cabra. Puma cabra, tigre cabra, cebra cabra (ambos con idénticas rayas pintadas por Laura), mono cabra (con una cola larga cosida al lomo), pez cabra (este intento con resultado adverso), etc. La taxonomía infantil de González Chaves  era un humilde caos fenoménico. Tan uniforme que dejaba al lenguaje articulado muy lejos de toda pretensión de correspondencia con la realidad. La educación primaria en González Chavez se había hecho iconoclasta por complicidad. Cuando el último animal murió y se lo hubo pasado nocturnamente al cementerio por el fondo común a ambos predios - para placer de Herminio, el taxidermista zoofilo - había sesenta y ocho cabras-animales en el zoológico. Por ese entonces, las cabras, sueltas en su mayor parte, se encargaban de cortar el cesped y el zoológico  se autogestionaba. 
El 8 de abril de 1984, Laura Broch se ahorcó en la oficina de la administración del zoológico. Una cabra y Herminio se disputaron su lugar en la jerarquía municipal.  Hoy, bajo la administración kirchnerista, la industria caprina y el turismo arquitectónico bonaerense son las principales fuentes de ingreso del pueblo.

lunes, 21 de mayo de 2012

Estrella


Estrella se enamoró una vez en su vida y ese amor fue su vida. Quizás por la fuerza de ese amor, quizás para evitarse el molesto e innecesario consumismo erótico o sólo para contradecir el dicho popular de que todo lo que es es bueno, que si algo ocurre es por un motivo y para mejor. Habiéndola conocido, apostaría a que al principio fue por la tentación del silencio, la soledad, por romanticismo, y después por la fuerza del hábito. Como sea, de uno u otro modo y de todas formas, ese marinero que fue su vida, fue su amor y no volvió al barrio del Abasto. 
Estrella era una de esas tías que siempre fueron grandes, una mujer vieja ya a los cincuenta, experimentada como una viuda sin los engaños iniciales del matrimonio, un ser humano más allá de las humanas necesidades y, en consecuencia, una presencia profundamente sabia e indiferente. Sabía tomar grappa en una copa de licor, cruzada de piernas y con una paciencia de inmortal para no apurar la bebida. No tenía ya nada que esperar del tiempo ni, mucho menos, de los demás. Nunca supe su nombre real, si es que tenía otro, ni cuál era su parentesco con nosotros. Era un personaje siempre al borde de la ausencia, una especie de florero vivo, un ser decorativo en las reuniones familiares, vagamente consciente de su papel. Una de esas figuras que con la de mis abuelos fue desapareciendo de la familia y sus encuentros, simultáneamente a los encuentros y llevándose consigo a la familia.
Como nos ocurre a todos, al menos a los que vivimos lo suficiente, los lazos familiares duran lo que la infancia y se va con ellas nuestra capacidad de confiar en un orden fijo e inalterable, en que algo hay seguro. Y aunque fuera distinto para mi de lo que es para los otros (incluso mis otros más cercanos, primos, hermanos, tíos) es algo que se da por perdido irreversiblemente. Y con mi graduación mis compañeros.
Adulto solo como Estrella, como todos los de mi estrellada generación, que somos tantos y tan idénticos, tan carentes y tan anhelantes, tan impotentes de tanta posibilidad. A fin de cuentas ella fue una adelantada y como todo visionario supo ir más allá de su propio futuro no todavía visto, supo conocer un amor verdadero, un marinero cuyo nombre no le oí nunca y cuya imagen morirá con ella, si es que todavía no han muerto ya. Con tantas cosas que se pierden... 
Nosotros, mientras tanto, ya no sabemos ni llorar, ni querer, ni el porqué de nada.

jueves, 17 de mayo de 2012

Las Horas

Tiempo, tiempo, tiempo, tiempo,
TiempO, tIempo, tiEmpo,
Tiempo, tieMpo, tiemPo
Tiempo tiempotiempo
Tiempotiempotiempo
Tiempo, tiempo tiempo, tiempo
Tiempo, Tiempo, Tiempo, Tiempo
Tiempo perdido
en la vana redundancia
de las palabras.

lunes, 30 de abril de 2012

Betiana

Pablo abraza una pasión inútil: huele sistemáticamente el cuarto en el que Betiana es todavía una presencia material más que un recuerdo. No se permite aceptar, la idea le parece intolerable, que con cada inhalación algunas partículas de Betiana se hacen imperceptibles y dejan de existir. Progresivamente, con el paso del tiempo, se irán disipando con ella, lo quiera o no. 
Finalmente encuentra solución a su angustia, la única que de su voluntad depende y de su escasa inventiva puede desprenderse. Un reemplazo. Una compensación. Una esencia que se intensifique día a día, que devuelva el equilibrio a los espacios cada día más inodoros e irreales. Luego de cerrar definitivamente el departamento de la calle Arenales, que sus padres le habían regalado como regalo de casamiento (ese día le parecía tan lejano como las fotos  polaroid), anunció que se tomaba vacaciones. Una licencia en el trabajo, un par de llamados completaron los preámbulos  de su viaje a la Isla Crozet. Cambiar de aire.
Llevado el perro a casa de su hermano, que los había presentado a fines de los noventa  (ella usaba el pelo corto entonces y parecía casi un muchacho), Pablo se murió de tristeza, asistido por unos cortes oportunos y llevándose consigo todos los simulacros de Betiana que flotaban en el aire dormido. Su cuerpo se descompuso partícula por partícula, aceleradamente, combinándose y fundiéndose con las que quedaban de la presencia ya casi imperceptible de ella.
Siete meses más tarde, el agente inmobiliario encargado de las guardias del departamento no puede dejar de oler el aroma dulce que para él no significa nada. El agua lavandina, el perfume ambiental y las ventanas abiertas (que vuelven los ambientes fríos más que ventilados) son apenas eficientes, pero implacables. Nada, por otra parte, que una reducción en el precio pedido por el departamento, la inflación y la escasez de oferta inmobiliaria en barrio norte no pueda solucionar. Eso por lo menos, es lo que insistentemente le dicen a Betiana los dueños de la inmobiliaria, ávidos siempre de una comisión.  A ella le importa poco, como tantas otras cosas en las que prefiere no pensar.