Foto: Nora Spatola (2016). Santa Maria del Monte |
Alejándose del azul de la costa siciliana y
adentrándose en las montañas, a seiscientos
metros de altura y sin decidirse a ser ciudad o pueblo, se encuentra
Caltagirone.
Desde Catania y atravesando una angosta ruta en
medio de un paisaje elevado, el micro llega, después de una hora y media de
viaje, a una terminal casi desierta que se encuentra junto a una estación de
tren también casi desierta, donde se ve a unos pocos hombres sentados y un
colectivo con un cartel que dice Circolare,
que suponemos nos puede dejar en el centro. Preguntamos, subimos, nos
acomodamos en los asientos y, después del viaje en el que no falta el personaje
que da charla al conductor durante todo el trayecto, nos encontramos en el centro, donde unos cuantos
jubilados conversan en una plazoleta, mientras dejan pasar las horas de la
mañana.
Dos cosas, ambas relacionadas entre sí,
dieron una modesta fama a Caltagirone: la cerámica artesanal, que se produce
desde las épocas musulmana y normanda, y la interminable escalera de Santa María del
Monte, admirablemente decorada, escalón por escalón, con piezas de la famosa
cerámica esmaltada. A nuestro lado, dos chicos la suben corriendo
pero pierden el aliento antes de llegar a la cima. Nosotros subimos lentamente hasta llegar a la iglesia del mismo nombre, desde donde la vista es
estupenda. A los lados, las pequeñas calles llegan hasta unas casas bajas
llenas de encanto.
“Oggi
abbiamo un sole francese” nos dice uno de los empleados de la secretaría de
turismo, que nos entrega un hermoso y exagerado mapa de la ciudad. Una resolana
templa el mediodía fresco. No es uno de esos días soleados típicos de la
primavera del sur de Italia sino uno inestable, que amenaza con volverse frío y lluvioso en cualquier momento.
Caminando entre una arquitectura barroca construida
sobre un trazado medieval lleno de desniveles (un terremoto arrasó los viejos
edificios en 1693) las calles comienzan a vaciarse hacia el mediodía, tanto que
parece difícil encontrar algún restaurante abierto. Finalmente damos con uno
para la obligatoria pasta del almuerzo.
Al salir, la calle está prácticamente
desierta y el cielo completamente nublado. La temperatura ha bajado unos
grados y el viento se hace sentir. Caminamos un poco más pero la tarde se ha
vuelto desapacible.
Dada la falta de información sobre los
horarios del colectivo circular en el cartel de la parada (es, aparentemente,
el único que va a la estación y, justamente, el único cuyo horario no figura)
decidimos tomar el primero que venga, a sabiendas de que tendremos un largo tiempo de
espera hasta la partida del micro de regreso a Catania.
Ya en el circular, otra vez el mismo hombre
conversando con el conductor, dando vueltas, dejando pasar las interminables horas.
El colectivo se detiene en una calle y
comienza un diálogo entre el conductor y un transeúnte. No llegamos a oír o a entender
del todo, aunque el diálogo se extiende acompañado por elocuentes gestos de resignación
y negación con la cabeza. Un pasajero viejo, sentado un par de asientos delante
de nosotros, se da vuelta y nos explica en italiano: “Cincuenta y nueve años.
Un ataque al corazón”
Seguimos viaje hasta la terminal. Al bajar,
el desierto. Falta todavía una hora y media para que salga el micro a Catania.
El conductor, siempre en italiano, nos pregunta desde su asiento: “¿Van a
Catania? El bus sale a las cinco y media, falta una hora y media. ¿Qué van a
hacer acá? ¿Por qué no suben de nuevo y dan una vuelta?” Aceptamos la
invitación y subimos. Mientras el vehículo arranca, el pasajero que nos había explicado
el incidente cardíaco nos aclara: “En una hora estamos de vuelta. A las cinco
están acá.”
Pues bien, nos disponemos a dar una vuelta más por
Caltagirone en colectivo, una forma de conocerla un poco mejor.
Sube un hombre desaliñado con una bicicleta. Tiene un cigarrillo en la boca y parece un poco ido. Obviamente no paga el boleto. Habla solo, se queja y fuma. “¡La sigaretta!” le grita el conductor.
El hombre lo ignora. El conductor insiste. Pensamos que el aludido se puede
poner violento pero no, simplemente apaga el cigarrillo y sigue mascullando. Los pasajeros,
que aparentemente lo conocen, se miran cómplices y sonríen. Él baja un poco más
adelante y lo vemos alejarse lentamente por la vereda llevando la bicicleta a
su lado.
Llegamos a la terminal un poco antes de las
cinco. Hace frío y apenas hay una persona esperando. La estación de tren también
está vacía. Caminamos un poco. No hay mucho para ver ahí. Habrá que esperar el bus de vuelta hasta las cinco y media.