Es el Expreso de Oriente. Si un tren decadente y poco verosimil hay, es ese.
La estación está cerrada y se accede a los andenes por una entrada lateral de los años setenta. Están filmando una película en el bar y el lobby. Hay humo artificial, falsos pasajeros vestidos con trajes elegantes y apócrifos empleados ferroviarios con uniformes impecables de 1920. No conviene profundizar en mis verdaderos compañeros de camarote, la travesti brasileña y el mecánico polaco, ni en los uniformes de los empleados reales [todos ellos merecen instantáneas aparte].
El tren atraviesa una oscura entre Turquía y Bulgaria cuando, en ese idioma de la gente que no tiene idiomas comunes, el turco a cargo de nuestro compartimiento, el mismo que antes nos solicitó los boletos en un alemán correctísimo e inútil, nos observa atacando las provisiones para el viaje: una petaca con brandy, queso y pan (yo), una botella de vodka, salchichas envasadas al vacío y algo enlatado (el polaco).
Lukasz dice:
-Salchicha? [gesto indescriptible, cómico, de invitación a la salchicha]
-No, no. Ich bin musulmán. Danke. No como cerdo, no juegos por dinero.
-Perdón, claro. No le ofrecemos entonces bebida. El Corán condena a los que beben alcohol.
-Bueno, son interpretaciones y tampoco hay que ser dogmáticos e ingratos oder? Ya vuelvo.
Una hora después, somos siete en el compartimiento, fumando y bebiendo [todo el personal salvo uno de los maquinistas]. A la mañana siguiente, el tren se ha perdido [no sé cómo puede perderse un tren, pero tuvimos que seguir a toda máquina hasta una estación en la que pudieran informarnos dónde estábamos y cómo retomar]. Ese día por la tarde abandonamos el vagón cerca de la frontera rumana. Algo había ocurrido. Estaba lleno de humo. Ardía.
Todos, sin excepción, nos encogimos de hombros.
Todos, sin excepción, nos encogimos de hombros.