El parcialmente innoble oficio de los lustradores de zapatos en la India tiene una tradición inmemorial. Por generaciones, ya segmentada de la casta de los parias, pero a la par en pobreza y sacrificio de la de los asesinos marwaries, la casta de los lustradores ha nutrido el cuero de los zapatos y sandalias de locales y extranjeros en su pasaje por el subcontinente.
Se dice que los grandes maestros del oficio son dueños de un arte que permite la restitución, a través de polvos y cremas, de cualquier tipo de piel curtida o no. Se dice por ello que guardan el secreto de la eterna juventud. Es indudable, a través del registro de viajeros del siglo XVII que no emplean sobre sí mismos esos pigmentos y cremas y que huelen muy mal. Soy de la idea de que son inmortales, pero no individualmente, sino como colectivo.
En el siglo III antes de Cristo, el único que estuvo a la altura de Diógenes el cínico al dirigirle la palabra a Alejandro Magno fue un lustrador. En el siglo XIII durante la invasión musulmana, que dejaría como saldo una tradición conservadora y ese gran monumento a la incapacidad de amar que es el Taj Mahal, el sultán Mamluk ordenó a todos los poetas de Rajasthan que se convirtieran al Islam, se dedicaran a sacar brillo a zapatos o se perdieran en el desierto. Las protestas del gremio de los lustradores de zapatos fueron tan violentas, su inacción tan fatal para los fines del imperio Mughal (no sólo zapatos restauraban sino también arreos) que Mamluk tuvo que elegir entre suspender su predica evangelizadora o sacrificar su campaña en el este de Bengal. Los lustradores se creían poetas ya sin necesidad del uso de la palabra.
Y yo estaba escribiendo felizmente sobre el talento de los lustradores de zapatos en la India, de cómo lo atrapaban a uno como arenas movedizas, o con su canto de sirenas de "lustrada por 5 rupias", de con qué maestría sacaban los cordones y mezclaban polvitos hasta lograr el color exacto del calzado del cliente y muchas otras loas a los ejecutores de este oficio miserable, cuando cometí el error de leer una parte del borrador de mi postal a Tere, la muy leída madre de Moira P.
La observación fue inmediata: Pero esto es igual a un relato breve de Cortazar. No puede ser (dije yo) me hubiera dado cuenta, tan senil no estoy. ¿En dónde está publicada? Bueno, acaba de salir. Resulta que Cortazar tenía un baúl con borradores, un poco como el de Pessoa, en el cual se encontraron toda clase de textos inéditos. Entre ellos un cuaderno de notas de su viaje a India. ¿Tan parecido será? Ahí te lo busco así lo lees. Y ahi nomás lo leí. Y sí, era idéntico: mismas observaciones, misma situación, misma evolución emocional y reflexiva. Me ganó de mano por treinta años y casi publico antes que él. La única diferencia era la locación, Cortazar elige el Conaught Circle E y yo la Old Delhi Station.
Me sentí muy feliz de encontrarme con Cortazar de este lado de la pluma. Eso sí, no tuve el coraje de terminar mi postal.
Nobleza obliga, Shine, shine, shoe-shine boy es mucho mejor de lo que yo había hecho.