Oscuridad, apariencia de luces y después nada. Ese hubiera sido un buen resumen de su vida. La espera de algo y casi todas las cosas. Así las horas, así los días postergados, las esperanzas envejecidas, los milagros que no pasan y la cierta rutina del municipio bonaerense de González Chaves.
Entre su asignación como administradora ejecutiva de bienes categoría D hasta su actual categoría B había pasado casi veinte años. En ese tiempo, trece interventores habían concluido su carrera y reducido el patrimonio municipal a dos terrenos. El primero, conteniendo el edificio de la administración pública; el segundo, el cementerio y el zoológico municipales, separados por un alambrado a lo largo de su común frontera. Todas las edificaciones habían sido diseñadas por Francisco Salamone en plena década infame y, embrutecidas por el abandono, eran seguramente más impresionantes que el día de su inauguración.
Con el presupuesto reducido al mínimo, la nómina de empleados públicos contenía cinco nombres. El más importante era el de Laura Broch, la empleada de mayor jerarquía, especialmente ahora que la administración de asuntos generales había pasado a Coronel Pringles después de la larga negociación con Tandil y Necochea.
El edificio municipal, que funcionaba como depósito, no tenía gastos de mantenimiento, ni mantenimiento alguno. Abría una vez por semana sus puertas para sacar los arcos de fútbol y guardarlos luego. El cementerio, a cargo del decrépito Herminio, se manejaba solo, quizás porque Herminio mismo vivía allí. Muchos decían que ejercía prácticas amatorias o umbandas con los muertos, algunos que él mismo estaba muerto. Como fuera, hacía tiempo que sólo salía del cementerio para cobrar su cheque, pasar por el almacén de ramos generales y comprar las latas de conserva que lo alimentaban y mantenían vivo hasta el mes siguiente. Hacía ya tiempo que nadie moría o se hacía enterrar allí y los únicos visitantes posibles habían abandonado ya el pueblo. El zoológico, otrora orgullo de los chavenses, había requerido acciones más ingeniosas. Cada animal que moría era reemplazado por una cabra. Puma cabra, tigre cabra, cebra cabra (ambos con idénticas rayas pintadas por Laura), mono cabra (con una cola larga cosida al lomo), pez cabra (este intento con resultado adverso), etc. La taxonomía infantil de González Chaves era un humilde caos fenoménico. Tan uniforme que dejaba al lenguaje articulado muy lejos de toda pretensión de correspondencia con la realidad. La educación primaria en González Chavez se había hecho iconoclasta por complicidad. Cuando el último animal murió y se lo hubo pasado nocturnamente al cementerio por el fondo común a ambos predios - para placer de Herminio, el taxidermista zoofilo - había sesenta y ocho cabras-animales en el zoológico. Por ese entonces, las cabras, sueltas en su mayor parte, se encargaban de cortar el cesped y el zoológico se autogestionaba.
El 8 de abril de 1984, Laura Broch se ahorcó en la oficina de la administración del zoológico. Una cabra y Herminio se disputaron su lugar en la jerarquía municipal. Hoy, bajo la administración kirchnerista, la industria caprina y el turismo arquitectónico bonaerense son las principales fuentes de ingreso del pueblo.