Digamos que sí, que tiene razón, que es mejor, mucho mejor. Quiero hacerle caso y, aunque lo intento, no puedo, porque hay algo que me lo impide. ¿Para qué vamos a discutir si estamos de acuerdo? Bueno, discutir es una forma de decir, porque si bien la voz proviene de una pantalla como las que imaginó Orwell, en este caso el que habla no puede verme ni oírme, mientras que yo estoy obligado a hacerlo. A oírlo, ya que fácilmente puedo evitar verlo dándole la espalda, como lo estoy haciendo ahora. ¿Qué más querría yo que hacerle caso? Pero no, no hay manera; y eso que tengo tiempo, porque la frecuencia de la línea H es muy baja y, como recién se me fue uno, va a pasar un buen rato hasta que venga el próximo. Además, a esta hora no viaja mucha gente, así que en el andén hay un par de asientos libres en los que me puedo acomodar, como supongo que también podré hacerlo en el vagón. Entonces me siento, tomo el libro, examino el índice, elijo un cuento lo suficientemente breve como para poder terminarlo sumando el tiempo de la espera y el viaje y, en el momento exacto en que poso mi vista sobre la primera línea, irrumpe, estrepitosa, la voz de un ex relator de fútbol y actual conductor de tele-basura que me invita a leer, que me dice que leer está bueno y que leyendo un libro se aprende más que viendo sesenta, seiscientas o seis mil horas de televisión, aunque tal vez él nunca haya visto un libro de cerca. Sí, Fantino - le espeto absurdamente a la pantalla - eso es precisamente lo que estaría haciendo ahora si no me estuvieras interrumpiendo desde uno de esos televisores que algún hijo de puta decidió poner en todas las estaciones de subte de Buenos Aires.