Tenía razón Quino cuando decía que la vida se parece más a la vida que a la publicidad.
Pasa que ayer me levanté medio torcido y encima resultó que el último resto de yerba que me quedaba era puro polvo, así que bajé al chino de al lado a reponer y me encontré con que el saludo aleatorio había caído en el casillero NO, como suele suceder unos veintinueve días al mes, excepto en febrero. Lo que no tiene nada de aleatorio en ese mercadito es la no emisión del ticket correspondiente, aunque indefectiblemente se me cobre hasta el último centavo del IVA.
Cuando saqué el billete de cien el tipo me miró como si yo fuese un delincuente que, con la excusa de comprar yerba, iba a su negocio a esa hora de la mañana a robarle el escaso cambio de la caja.
Al volver, el perrito de la del sexto terminó de despertarme durante cinco pisos de ladridos en ascensor. Yo reprimí las ganas de darle de puntín en el hocico, porque ya de por sí la tipa es insoportable, así que ni quería imaginarme como se habría puesto si le hubiese asestado un golpe en la trompa a su igualmente insoportable can.
“Tengo toda la mañana para componer”, pensé, y con el mate caliente y sin saber muy bien qué iba a hacer me senté frente a la computadora.
Los martillazos del plomero que trabajó durante toda la mañana en el departamento H, que empezaron dos minutos después de la primera cebada y antes de que escribiera una sola nota, terminaron en el momento exacto en que debía llegar mi primer alumno. Por lo menos el ruido que me taladró incesantemente el cerebro durante unas cuatro horas me sirvió de excusa por no haber compuesto siquiera un compás cuando, en realidad, no se me había caído una miserable idea.
Quince minutos más tarde de la hora en que debía haber comenzado su clase, llamó el alumno para informarme que no había venido.
“Voy a aprovechar a ver si me sale algo ahora” pensé en el instante exacto en que el monitor se ponía cruelmente negro y se apagaban las luces del módem. Entonces hice el típico gesto tonto de intentar prender la luz para corroborar que se trataba de un obvio corte de energía eléctrica. Llamé a Edesur para obtener información de la causa y /o duración del corte pero no obtuve respuesta.
Suspendí todas las actividades de la tarde y me fui un largo rato a deambular por las librerías de la calle Corrientes, a ver si la literatura podía tapar un poco la realidad. Aunque la ida en el 6 fue terrible por lo lenta y la vuelta lo fue más aún por lo lenta y por lo incómoda, el viaje al centro me cambió el humor; además volvía con un libro nuevo y, cuando llegué a mi edificio, ya había vuelto la luz.
Desde un departamento vecino, una reunión de adolescentes o treintañeros, que en el los albores del siglo XXI viene a ser casi lo mismo, invadió mi lectura con ráfagas de interjecciones y risotadas etílicas o simplemente idiotas. El silencio otorgaba breves pausas que me permitían retomar la página cuya lectura había sido interrumpida, pero por cada una que avanzaba debía retroceder otra, lo que llevó a que después de una hora sólo hubiese logrado leer varias veces la primera de ellas.
Frustrado con la no lectura, decidí poner la tercera sinfonía de Górecki a un volumen moderado pero lo suficientemente alto como para que la voz de Zofia Kilanowicz relegara las voces vecinas a un segundo plano. Me tiré en la cama con un whisky doble y, luego de tomármelo de unos pocos tragos, apagué la luz para tratar de dormir.
Entonces, en un súbito arranque de conformismo, pensé que Quino también tenía razón cuando decía que, comparada con una tragedia como la guerra, una invasión de hormigas a las plantas del hogar no puede tomarse como una desgracia, sino a lo sumo como una situación antipática. También pensé que, aunque así sea, tener que enfrentarme diariamente a este gran hormiguero, que a veces siento que me invade, me resulta casi doloroso, aunque yo también sea parte de él.
Finalmente, lo que me invadió fue el sueño; y las voces, Górecki, Quino y las hormigas se fueron tornando cada vez más lejanos.