De las muchas cosas que no eligió, y que nadie salvo los reyes o papas, que son reyes después de todo, elige, la primera fue su nombre, Juan Balmes, heredado junto con el apellido de su padre y del hermano mayor de su abuelo. Sí eligió, en cambio, cada vez que pudo, el jugo Cipolleti de manzana por sobre cualquier otro, no sólo por su sabor sino también por el envase plateado que le daba un aire elegante. Además del jugo, su infancia estuvo marcada por otras preferencias, dibujar, las adivinanzas, los piratas, los barcos y los campamentos; cosas fabricadas con los mismos elementos: papel, lápices, pañuelos o sábanas (preferentemente sin estampados de flores, poco convenientes para un pirata) e imaginación.
Pero Juan Balmes, que hubiera querido ser explorador, detective o ladrón, como la mayor parte de sus compañeros, tenía una sensibilidad especial para algunas cosas. Así, mientras otros temían monstruos y otras encarnaciones concretas del mal como el dolor y los dentistas, Juan, que soñaba con sirenas, tenía miedo de que el mundo, en lo que importaba, desapareciera. Horror. Pánico de ser abandonado por el mundo en lo que importaba. Por eso los padres de Juan debían turnarse en la puerta de su jardín de infantes y quedarse en la puerta leyendo para que Juan pudiera asomarse en cualquier momento por la rendija del buzón de la enorme puerta color verde legnano del colegio y constatar que no habían desaparecido, que él o ella seguían ahí.
Ridículo como pueda parecer, era empirista sin haber leído a Hume - no sabía leer- y dios berkeleiano sin saber demasiado de Dios ni de Berkeley. La realidad de parecía frágil como la vida de un gorrión - había visto morir algunos -y entendía con una certeza que va más allá de lo que el entendimiento permite que cuando algo ya no es visto, puede ya no ser. Le daban terror las calesitas. El momento en que sus papás desaparecían y mostraban el revés del mundo que le era ajeno y en el que estaba solo. Le parecía trágico borrar un pizarrón y sólo accedía a ello, de mala gana, cuando la mamá y el papá le sacaban una foto.
Un día su abuelo lo llevó al colegio, tenía cinco años, y él sintió que si lo dejaba irse quizás no lo volvía a ver nunca. Lloró y pataleó de una forma que nadie entendió del todo y ni si quiera él supo explicar por qué. Las palabras lo traicionaban desde antes de que pudiera confiar en ellas.
Con el tiempo fue aprendiendo a manejar esos miedos, a no patalear, y a confiar en que las cosas siguen ahí incluso cuando uno no las ve. Es decir, con el tiempo, empezó a engañarse. Como el resto del mundo se engaña; un signode salud. Y estudió en el colegio nacional y decidió seguir derecho y ser maestro.
Pero el engaño sólo duro unos años. Entonces sí vió a su abuelo Eugenio por última vez, sintió ese miedo infantil y lo contuvo y no volvió del living al dormitorio a darle otro beso y al día siguiente se enteró de que había muerto y le dió otro beso. No sin antes caminar mucho, todo un día. No era lo mismo, no lo fue ya. Y entendió también que a veces incluso al ver las cosas, las cosas no están.
Desde ese día, juan no dejó nunca del todo esos miedos infantiles, que no le resultaban ya infantiles. Después tuvo mujer y un hijo que no tuvo y dos que sí. Hoy tiene un sólo terror, ya casi desde el lado definitivo de las cosas y otros temen por él. Así giran las cosas. Hoy, al pensar en todo aquello, tiene la impresión de haber visto su propia vida, efímera y cierta como sus temores, terminando para él como para usted esta frase desaparece.