miércoles, 16 de febrero de 2011

Los placeres

“Voy a comprar arroz yamaní para el ayuno”, dijo Martita, o a lo mejor escuché mal y dijo para la cena o para el desayuno, y se fue corriendo al barrio chino antes de que cerraran el súper-almacén de la calle Arribeños. Impulsivo, como siempre, le dije “te acompaño” y fui junto a ella, o detrás de ella, a paso redoblado, mientras fingía escuchar atentamente su catálogo de fobias culinarias camufladas de amor a los animales y alimentación natural para el cuerpo y el espíritu. Yo, como un estúpido, respondía a su catarata de gorgeos asintiendo con la cabeza, con el único objeto de que esa noche me hiciera un lugar en su cama.

Durante el trayecto, entremezcló en su monólogo las maldades monopólicas de Mondiablo con el espanto monocultívico, el horror transgénico y el pecado glifosático. Me explicó el eclecticismo de su dieta ovolactovegetariana en la que se permitía pequeñas licencias con ciertos pescados que, de acuerdo a su teoría, deduzco que deben ser menos animales que las vacas. El pollo sería tabú gracias a la inmoralidad de los productores agropecuarios quienes, supongo que encabezados por el Guasón, el Acertijo o algún archicriminal análogo, lo someterían a toda clase de manipulaciones genéticas para acelerar su crecimiento sin importar el daño que ello pudiere causar a los humanos. Parece que, por exceso de consumo, alguna niña habría ovulado a los tres años y que a más de un hombre le habrían crecido tetas.

El plan para que me invitara a cenar, dada la hora, la cercanía de su casa y mi oportuna jugada de acompañarla a hacer las compras, dio sus frutos y fue así que al rato me encontré junto a ella en su cocina viendo cómo preparaba unos vegetales en el wok.

La frugal comida acompañada por agua mineral sin gas no creó precisamente un clima propicio al erotismo, como tampoco me resultó estimulante la crónica de sus últimas vacaciones en un cerro llamado Ornitorrinco o algo así, “un lugar lleno de energía”, según sus palabras.

En esa instancia era mejor preparar el ataque cuanto antes, porque además el shakuhachi no dejaba de escupir notas desde el CD y yo ya tenía la tentación de mandar todo definitivamente al carajo poniéndome a hablar del sentido religioso de la música oriental y su influencia en el gregoriano; y suponía que pasar del arte a la historia para luego llegar a la religión nos iba a alejar cada vez más de la cama. Decidido a actuar antes de que mi deseo se esfumara por completo, acerqué mi cara a la de ella e intenté besarla infructuosamente. “Pará, no”, dijo y yo me quedé con la boca entreabierta en el vacío. Entonces empezó a dar no sé qué explicaciones, como si eso fuese a cambiar en algo el hecho de que me había rechazado, así que, estando yo muy poco dispuesto a seguir escuchándola, me fui lo más rápidamente posible.

Ya en la calle, prendí un cigarrillo, placer que me había estado vedado en su aséptico hogar antitabáquico, y caminé un buen rato sin ninguna dirección en particular. Desde una esquina, una luz de tubos fluorescentes despertó mi atención y fui hacia ella. Cuando me estaba acercando, los caracteres de la marquesina se me hicieron felizmente legibles; en letras algo despintadas podía leerse: “Parrilla.” Sin pensarlo dos veces, entré y pedí al mozo una tira de asado con fritas y tinto de la casa. De ninguna manera estaba dispuesto, esa noche, a renunciar a los placeres de la carne.