martes, 16 de febrero de 2010

Perder el tiempo

Hace algunos años, con la pretendida excusa de profundizar mis conocimientos de la lengua y cultura francesas, me encontraba recorriendo la autopista que conecta las principales ciudades que median entre Paris y Aix en Provence. Es innecesario decir que no era yo quien conducía (mi natural y universal impericia limitan mis posibilidades como conductor a la bicicleta, con la que no puedo ocasionar mayores daños). Llegando a pocos kilómetros de la ciudad de Lyon (puede ser otra ciudad, da igual) la autopista se interna en unas profundidades dantescas que se extienden hasta que uno se encuentra nuevamente a pocos kilómetros de la ciudad de Lyon, yéndose. Si no recuerdo mal, mientras atravesábamos iluminado tunel de cemento (lo que demoró unos veinte minutos) quien conducía comentó que gracias a esa maravilla de la ingeniería estábamos ganando casi media hora de nuestro tiempo. No tuve sin embargo la impresión rejuvenecedora de ganar media hora de mi vida. Lo cierto más bien es que perdí veinte minutos recorriendo un túnel como si fuera un topo y la oportunidad de ver algo de Lyon ( que puede haber sido otra ciudad, da igual, especialmente si uno va por un túnel).
Esto vino a mi memoria en una reciente conversación sobre la educación pública y la forma en que se imparte actualmente. Sin contar con el menosprecio que sufre la labor docente por mérito propio y el escaso nivel profesional de muchos de los profesores, no de todos afortunadamente, se encuentra el menosprecio teórico y sistemático de su labor. Ambos están relacionados y pueden resumirse en dos o tres ideas igualmente nefastas: que las clases y la instrucción formal son sólo un aspecto y en absoluto uno de los más importantes en la educación de las personas; que la educación y su calidad deben ser juzgadas, no por los expertos y docentes sino por los propios alumnos, inspectores, caciques, padres, dirigentes políticos y otros metomentodo; que los planes de estudio y sus contenidos deben estar muy en contacto con la realidad social exterior a las instituciones educativas y, lo más grave, que los contenidos impartidos deben ser sola o principalmente, útiles. No sea que los niños pierdan el tiempo.
Pero es esto último quizás el peor crimen. La educación formal tiene valor justamente por no estar sometida al parecer de otras fuerzas sociales y ser ajena- sólo en parte, es cierto que la cuestión es más complicada- a la situación social de los educandos y al juicio de los inexpertos e impertinentes. Es precisamente porque mucho de lo que se enseña y aprende no tiene contacto con la realidad, porque es inútil, por lo que tiene valor verdadero. La realidad puede ser cruel y carecer de oportunidades o ejemplos nobleza –así estamos- pero una buena e inútil educación enseñará literatura y gramática con ejemplos de héroes que se sacrifican por su deber, como Hector por troya, o que vencen enormes fuerzas con su ingenio, como Ulises y los suyos contra el cíclope. Y lo mismo con la gramática que con la geografía. o la matemática Más útil es mandar a los niños directamente a juntar cartón, si son pobres, o a trabajar a jornada completa en una mina o una fábrica, si no son tan pobres. Es decir, la educación útil y socialmente arraigada que se fomenta en lo abstracto es totalmente prescindible e inútil y no enseña nada que no se fuera enseñar por sí mismo.
Otro triste ejemplo de esta actualidad cultural se me presentó visitando el museo de ciencias naturales de La Plata hace tres años o cuatro años con mis por ese entonces infantes hermanos menores (ahora tienen ya quince y trece años y poco queda de esos niños salvo su efervescente negativa abañarse a diario). Fuera de una sala, “conservada casi con vergüenza y con motivos arqueológicos, para que los visitantes pudieran ver cómo eran los aburridos museos de antaño” el resto había sido modernizado. El resultado era el siguiente, en lugar de ver cientos o miles de animales embalsamados, sus esqueletos y poder leer alguna información más o menos escueta, las salas estaban pobladas de televisores desde los cuales podían verse documentales en 23 pulgadas. Al parecer los museos resultan aburridos para aquellos que no hacen más que ver televisión, con lo cual hay que reducir el museo a una oportunidad limitada de ver el cable restringida a los canales educativos, “para llevar el museo a aquellas personas a las que no les gustan los museos”. Llegado este punto, tampoco se ve para qué ir al museo, lo que los televidentes conjeturaron por sí mismos, ya que el museo no estaba siendo visitado más que por individuos decepcionados y vetustos que prefieren ir a los museos a mirar televisión. No necesito decir que la “sala histórica” era la única que merecía la pena: una estampida de los animales más grandes del mundo, sus huesos montados en posición de correr, debajo de un esqueleto de ballena íntegro colgado del techo con sus buenos veinte metros de extensión.
Todas estas cuestiones me llevan a pensar en un proceso que tiene mucho que ver con la “cultura del microondas”: el mecanismo general de hacer algo más fácil a costa de arruinarlo por completo. Para hacer la gramática más fácil, se quitan los ejemplos literarios, poco vinculados a la comunidad local (que habla mal y escribe, por cierto, como puede comprobarse en la redacción de cualquier periódico), se la deja completamente carente de sentido (qué es la gramática y qué son los recursos literarios alejados de la literatura y el buen uso del lenguaje) y, lo que es peor vaciada del valor moral y cultural que se encontraba en esos ejemplos. Para hacer la educación popular, se la hace inútil al pueblo. Lo mismo con los museos, los caminos y tantas otras cosas. Para comer velozmente se hace de la comida un producto propio de los astronautas: pre congelado, pre cocido y, me temo, pre digerido; en otras palabras, se gana el tiempo de comer a costo de sacrificar la comida. Un buen ejemplo, un ideal al que nos estamos dirigiendo y que deberíamos tener en vista para poder aproximarnos de manera más conducente son los animales, que no pierden su tiempo sino para descansar y reponer fuerzas para lo verdaderamente útil (o mejor incluso las plantas que ni siquiera pierden tiempo con el sueño).
No sé qué pensarán ustedes, por mi parte me voy a amasar unos fideos caseros (un puñado de harina, un huevo, nada más), beber una copa de vino y demorarme en el almuerzo. Luego a leer y, en todo caso, en cualquier caso, a perder el tiempo, que es el uso más humano que podemos darle.

viernes, 5 de febrero de 2010

26 DE DICIEMBRE DE 2019

Buenos Aires, 26 de diciembre de 2019

Espectáculos

Sentido homenaje a un artista revolucionario
Se estrenó la esperada película sobre la vida de Sandro

A casi diez años de su muerte, se estrenó en Buenos Aires “Gitano, genio y figura”, la esperada película sobre la vida de Sandro. Se trata de un merecido homenaje a este innovador de la música popular argentina.
Después de años de que los medios y el ambiente artístico relegaran al ídolo a un plano de artista de puro entretenimiento, este film viene a poner las cosas en su lugar. La historia narra los vaivenes de la carrera de Roberto Sánchez desde sus inicios, mostrando los duros comienzos en los turbulentos años sesenta, poniendo de relieve su compromiso con la música y destacando la influencia que ejerció sobre innumerables artistas de su generación y de generaciones posteriores a nivel nacional e internacional. Vaya como ejemplo su influencia sobre Jim Morrison, quien habría comprado el álbum “Alma y fuego”, editado en Estados Unidos en 1966.
Hay en el film escenas memorables, como aquella en la que sus compañeros de banda (Los de Fuego) quieren firmar un contrato con una discográfica internacional ante la indignación del cantante que se retira exclamando: “¡Mi arte no es una mercancía!”.
Resultan también reveladores los bien documentados datos que se aportan para demostrar que Sandro era, aunque muchos lo ignorasen, un artista comprometido políticamente. “Rosa, Rosa” estaría inspirada en Rosa Luxemburgo y sería también un claro homenaje a la trayectoria y militancia del inolvidable Osvaldo Pugliese. Es que la eficacia de sus metáforas para eludir la censura que ejercieron las reiteradas dictaduras militares en la Argentina produjo una de las obras poéticas más sutiles de la canción popular. Asimismo, la equivocada interpretación que se ha hecho sobre algunas de las películas protagonizadas por el astro (denostadas por la crítica, consideradas como cine-basura por los intelectualoides), ha sido acertadamente rectificada en los últimos años por el filósofo José Pedro Freimann que ha descubierto en ellas el contenido oculto que muchos habían ignorado: la reivindicación del joven idealista comprometido que lucha contra el conservadurismo burgués y decadente de los padres de su novia.
Otro punto novedoso y polémico son las alusiones a la despenalización de las drogas que se esconden detrás de su maravillosa lírica. Es verdad que, varios años atrás, Diego Capusotto descubrió el mensaje oculto en la letra de la canción “Dame fuego”, pero cierto es que la película ratifica esta teoría al revelar el origen de aquella otra letra que dice: “Tengo un mundo de sensaciones que te quiero regalar”, que aludiría a un porro que el artista habría regalado a una chica durante su juventud.
El director tampoco elude el compromiso al filmar los terribles momentos en que la salud del genio se deteriora y realiza estas escenas con particular destreza y sensibilidad. La tristemente célebre adicción de Sandro al cigarrillo lleva a que sus amigos intenten convencerlo infructuosamente de que deje el vicio. “¡Salí, careta!”, le grita a uno mientras lo empuja y sale corriendo hacia el kiosco a comprar un cartón de diez paquetes.
En resumen, se trata de un film valiente que no sólo es una fiesta de música y emoción para los fanáticos de la estrella, sino también una profunda reflexión para todo el público sobre el genio artístico, el mundo del espectáculo, el éxito y sus miserias. Imperdible.

Norma Plafón