Comprendo que a quienes la ven por primera vez nuestra ciudad les parezca extraña pero, a pesar de los muchos cambios que sucedieron en los últimos años, creo que es como cualquier otra. Por supuesto que tiene sus peculiaridades, ¿o es que acaso alguna ciudad no las tiene?
La vida en las grandes urbes suele ser densa y rutinaria: largas jornadas de trabajo, transportes públicos atestados e interminables colas en los bancos. Las únicas incertidumbres cotidianas se reducen a temores tan prosaicos como el de sufrir un robo o una estafa; para los comerciantes, tener un día de poca venta; para los asalariados, perder el empleo; para los desocupados, no conseguirlo. En pocas palabras, la supervivencia en su modo más pobre, la rutina de las miserias cotidianas.
Nuestra ciudad no era ajena a ello; precisamente ese estado de cosas fue lo que llevó, hace varios años, a que nuestros ciudadanos se plantearan la necesidad de cambiar el estilo de vida. Muchos de ellos se dedicaron a la ardua tarea de buscar alguna salida para una ciudad agobiada por la rutina. Dicen que quien dio el primer paso para el cambio fue un ornitólogo que, cansado de ver sólo palomas grises anidando en las cornisas de la catedral, rescatando migas de la plaza principal o posándose en los balcones de los departamentos, decidió, sin autorización oficial, traer algunas especies de aves exóticas y liberarlas para que se reprodujeran. El hecho puede parecer insignificante, pero fue el comienzo de una serie de acontecimientos que llevaron a que la ciudad llegara a ser lo que es hoy.
En un primer momento las autoridades, enteradas del hecho, intimaron al especialista a que suspendiera esa actividad y rescatara a los ejemplares para evitar el desequilibrio ecológico, pero la noticia trascendió y se desató un debate público. La mayoría opinó que, ante el novedoso espectáculo, valía la pena correr un mínimo riesgo; a lo sumo algunas aves desaparecerían, otras se adaptarían y se reproducirían, pero lo cierto es que el hecho habría de sacar a todos, al menos momentánea y modestamente, del aburrimiento diario. Finalmente, la radicación no sólo fue aprobada oficialmente, sino que el gobierno organizó un programa de estímulo para la introducción progresiva de nuevas aves.
En un principio la vida cambió de un modo sutil: además de las previsibles palomas, comenzaron a verse tucanes y guacamayos que dieron a la ciudad un aspecto renovado. La introducción de nuevos árboles y plantas fue un proceso lógico y necesario para favorecer la adaptación de las especies que, en su mayoría, no sufrieron el cambio. Las nuevas aves, con sus múltiples colores, enriquecieron el habitual paisaje gris, hasta que pasaron a formar parte de él.
Un nuevo cambio sucedió entonces: se introdujeron algunos ejemplares de aves rapaces. Ya no se trataba simplemente de especies vistosas, sino de animales cuya magnificencia y agresividad generaban inquietud. Las palomas, por supuesto, desaparecieron; la gente, intrigada y algo atemorizada, solía esperar ansiosamente que algún halcón se acercara a sus ventanas.
La adaptación de aves de semejante envergadura fue un poco complicada; solían atacar a los animales domésticos más pequeños, cosa que no preocupaba demasiado a los habitantes que comenzaban a ignorarlos; pero lo cierto es que la movilidad de los rapaces estaba un poco limitada por la estrechez de las calles, la altura de los rascacielos y las marañas de cables de alta tensión y de televisión para abonados en las que solían enredarse. No fueron raros los casos de ejemplares destrozados por las hélices de los helicópteros policiales que, por entonces, sobrevolaban permanentemente la ciudad. Las posteriores generaciones fueron mejor adaptadas a los peligros urbanos, cambiaron sus hábitos y la población fue en aumento.
Poco tiempo pasó hasta que aparecieron nuevas especies traídas por los zoólogos, estimulados por el organismo estatal creado para tal fin. En este caso la medida no se limitó exclusivamente a las aves; los gatos, que normalmente deambulaban por los techos y las veredas, fueron reemplazados por felinos salvajes de gran tamaño, cuyas espléndidas estampas cautivaron a los habitantes. Pero el entusiasmo no se restringía al mero hecho estético; el peligro que suponía una pantera acechando a la vuelta de la esquina convirtió a las salidas nocturnas en verdaderas aventuras. Esto produjo una gran excitación a la mayoría de los ciudadanos, quienes exigieron al gobierno la radicación de nuevas especies.
Demás está decir que la caza tuvo que ser severamente penada; sólo justificaba la muerte de un animal el hecho de que una vida humana corriera serio peligro. El uso de armas se volvió corriente pero, desde entonces, las patrullas controlaron incansablemente el comportamiento de los habitantes. De todos modos, no existía en la población la más mínima intención de matar a los animales sin razón. Sabían que su presencia los enriquecía, estrechaba más firmemente sus lazos de solidaridad y, de alguna manera, daba sentido a sus vidas.
Inicialmente los accidentes fueron comunes, tanto para los animales como para los humanos: lobos desprevenidos aplastados por micros y ferrocarriles; adolescentes convertidos en jirones de piel a arañazos por haber estirado imprudentemente la cola de algún tigre.
Una carnicería céntrica fue asaltada por un león. Los clientes, en un primer momento horrorizados, luego contemplaron absortos cómo el animal los ignoraba y se llevaba media res y una ristra de chorizos, ante la desolación del carnicero.
En una cancha de fútbol de los arrabales, un arquero fue devorado durante una ofensiva de su equipo que, en su vano afán de empatar el partido, tuvo a su favor varios corners seguidos. El hecho recién fue notado al producirse el contraataque del equipo rival, que culminó en un gol que nadie pudo evitar y cuya validez aún hoy es discutida; debajo de los tres palos encontraron una pila de huesos sanguinolentos.
En los areneros de las plazas, los escorpiones fueron victimarios y víctimas; es verdad que envenenaron a varios niños, pero lo cierto es que en cuanto éstos les tomaron la mano, aquéllos se convirtieron en objeto de sus puntapiés, de encierros en pequeños frascos sin aire suficiente y de todo tipo de experimentos y torturas.
Los espacios verdes fueron densamente forestados y convertidos en pequeños bosques y selvas. Las salidas de fin de semana se volvieron apasionantes: había que evitar las mordeduras de serpientes y las picaduras de mosquitos anofeles y moscas tse-tse.
Por momentos la comunión entre personas y animales llegó a ser curiosa y hasta conmovedora. Algunas señoras maduras salían al anochecer con platos con restos de carne para alimentar a las hienas. Cuentan que una anciana daba vino a un cuervo que a diario se acercaba a su ventana, con el objeto de estimularlo a que hablara y aprendiera a decir algunos insultos que ella misma le enseñaba.
La población fue aprendiendo poco a poco las destrezas necesarias para sobrevivir a tantos peligros. Hoy los métodos son difundidos a través de la publicidad oficial y de la formación en las escuelas, además de los no siempre confiables consejos de las revistas semanales y los programas televisivos de la tarde.
Lo que otrora fuera una novedad y un desafío excitante se ha convertido poco a poco en rutina, en una serie de molestias cotidianas. La apatía comienza a ganar a los habitantes que, habituados ya a ver animales salvajes por doquier, empiezan a molestarse por los desechos que dejan en las veredas.
Varios especialistas de la ciencia y la cultura están pensando en la forma de cambiar este estilo de vida que se ha vuelto previsible y monótono, como lo puede ser esperar el ómnibus, pedir turno en el hospital o hacer cola en la caja del supermercado.
La vida en las grandes urbes suele ser densa y rutinaria: largas jornadas de trabajo, transportes públicos atestados e interminables colas en los bancos. Las únicas incertidumbres cotidianas se reducen a temores tan prosaicos como el de sufrir un robo o una estafa; para los comerciantes, tener un día de poca venta; para los asalariados, perder el empleo; para los desocupados, no conseguirlo. En pocas palabras, la supervivencia en su modo más pobre, la rutina de las miserias cotidianas.
Nuestra ciudad no era ajena a ello; precisamente ese estado de cosas fue lo que llevó, hace varios años, a que nuestros ciudadanos se plantearan la necesidad de cambiar el estilo de vida. Muchos de ellos se dedicaron a la ardua tarea de buscar alguna salida para una ciudad agobiada por la rutina. Dicen que quien dio el primer paso para el cambio fue un ornitólogo que, cansado de ver sólo palomas grises anidando en las cornisas de la catedral, rescatando migas de la plaza principal o posándose en los balcones de los departamentos, decidió, sin autorización oficial, traer algunas especies de aves exóticas y liberarlas para que se reprodujeran. El hecho puede parecer insignificante, pero fue el comienzo de una serie de acontecimientos que llevaron a que la ciudad llegara a ser lo que es hoy.
En un primer momento las autoridades, enteradas del hecho, intimaron al especialista a que suspendiera esa actividad y rescatara a los ejemplares para evitar el desequilibrio ecológico, pero la noticia trascendió y se desató un debate público. La mayoría opinó que, ante el novedoso espectáculo, valía la pena correr un mínimo riesgo; a lo sumo algunas aves desaparecerían, otras se adaptarían y se reproducirían, pero lo cierto es que el hecho habría de sacar a todos, al menos momentánea y modestamente, del aburrimiento diario. Finalmente, la radicación no sólo fue aprobada oficialmente, sino que el gobierno organizó un programa de estímulo para la introducción progresiva de nuevas aves.
En un principio la vida cambió de un modo sutil: además de las previsibles palomas, comenzaron a verse tucanes y guacamayos que dieron a la ciudad un aspecto renovado. La introducción de nuevos árboles y plantas fue un proceso lógico y necesario para favorecer la adaptación de las especies que, en su mayoría, no sufrieron el cambio. Las nuevas aves, con sus múltiples colores, enriquecieron el habitual paisaje gris, hasta que pasaron a formar parte de él.
Un nuevo cambio sucedió entonces: se introdujeron algunos ejemplares de aves rapaces. Ya no se trataba simplemente de especies vistosas, sino de animales cuya magnificencia y agresividad generaban inquietud. Las palomas, por supuesto, desaparecieron; la gente, intrigada y algo atemorizada, solía esperar ansiosamente que algún halcón se acercara a sus ventanas.
La adaptación de aves de semejante envergadura fue un poco complicada; solían atacar a los animales domésticos más pequeños, cosa que no preocupaba demasiado a los habitantes que comenzaban a ignorarlos; pero lo cierto es que la movilidad de los rapaces estaba un poco limitada por la estrechez de las calles, la altura de los rascacielos y las marañas de cables de alta tensión y de televisión para abonados en las que solían enredarse. No fueron raros los casos de ejemplares destrozados por las hélices de los helicópteros policiales que, por entonces, sobrevolaban permanentemente la ciudad. Las posteriores generaciones fueron mejor adaptadas a los peligros urbanos, cambiaron sus hábitos y la población fue en aumento.
Poco tiempo pasó hasta que aparecieron nuevas especies traídas por los zoólogos, estimulados por el organismo estatal creado para tal fin. En este caso la medida no se limitó exclusivamente a las aves; los gatos, que normalmente deambulaban por los techos y las veredas, fueron reemplazados por felinos salvajes de gran tamaño, cuyas espléndidas estampas cautivaron a los habitantes. Pero el entusiasmo no se restringía al mero hecho estético; el peligro que suponía una pantera acechando a la vuelta de la esquina convirtió a las salidas nocturnas en verdaderas aventuras. Esto produjo una gran excitación a la mayoría de los ciudadanos, quienes exigieron al gobierno la radicación de nuevas especies.
Demás está decir que la caza tuvo que ser severamente penada; sólo justificaba la muerte de un animal el hecho de que una vida humana corriera serio peligro. El uso de armas se volvió corriente pero, desde entonces, las patrullas controlaron incansablemente el comportamiento de los habitantes. De todos modos, no existía en la población la más mínima intención de matar a los animales sin razón. Sabían que su presencia los enriquecía, estrechaba más firmemente sus lazos de solidaridad y, de alguna manera, daba sentido a sus vidas.
Inicialmente los accidentes fueron comunes, tanto para los animales como para los humanos: lobos desprevenidos aplastados por micros y ferrocarriles; adolescentes convertidos en jirones de piel a arañazos por haber estirado imprudentemente la cola de algún tigre.
Una carnicería céntrica fue asaltada por un león. Los clientes, en un primer momento horrorizados, luego contemplaron absortos cómo el animal los ignoraba y se llevaba media res y una ristra de chorizos, ante la desolación del carnicero.
En una cancha de fútbol de los arrabales, un arquero fue devorado durante una ofensiva de su equipo que, en su vano afán de empatar el partido, tuvo a su favor varios corners seguidos. El hecho recién fue notado al producirse el contraataque del equipo rival, que culminó en un gol que nadie pudo evitar y cuya validez aún hoy es discutida; debajo de los tres palos encontraron una pila de huesos sanguinolentos.
En los areneros de las plazas, los escorpiones fueron victimarios y víctimas; es verdad que envenenaron a varios niños, pero lo cierto es que en cuanto éstos les tomaron la mano, aquéllos se convirtieron en objeto de sus puntapiés, de encierros en pequeños frascos sin aire suficiente y de todo tipo de experimentos y torturas.
Los espacios verdes fueron densamente forestados y convertidos en pequeños bosques y selvas. Las salidas de fin de semana se volvieron apasionantes: había que evitar las mordeduras de serpientes y las picaduras de mosquitos anofeles y moscas tse-tse.
Por momentos la comunión entre personas y animales llegó a ser curiosa y hasta conmovedora. Algunas señoras maduras salían al anochecer con platos con restos de carne para alimentar a las hienas. Cuentan que una anciana daba vino a un cuervo que a diario se acercaba a su ventana, con el objeto de estimularlo a que hablara y aprendiera a decir algunos insultos que ella misma le enseñaba.
La población fue aprendiendo poco a poco las destrezas necesarias para sobrevivir a tantos peligros. Hoy los métodos son difundidos a través de la publicidad oficial y de la formación en las escuelas, además de los no siempre confiables consejos de las revistas semanales y los programas televisivos de la tarde.
Lo que otrora fuera una novedad y un desafío excitante se ha convertido poco a poco en rutina, en una serie de molestias cotidianas. La apatía comienza a ganar a los habitantes que, habituados ya a ver animales salvajes por doquier, empiezan a molestarse por los desechos que dejan en las veredas.
Varios especialistas de la ciencia y la cultura están pensando en la forma de cambiar este estilo de vida que se ha vuelto previsible y monótono, como lo puede ser esperar el ómnibus, pedir turno en el hospital o hacer cola en la caja del supermercado.