Cuando hoy a la mañana salí de mi edificio
para ir a trabajar, en la puerta de entrada me topé con mi vecino del quinto
piso. No me sorprendí cuando no me saludó, por el contrario, habría sido
sorprendente que lo hiciera, ya que jamás decía siquiera “hola”. Yo tampoco lo
saludé; tiempo atrás, al no verme correspondido, yo también había omitido esa
norma de cortesía hacia él. “Es un troglodita”, pensé, y salí a la calle.
Caminé hasta la parada y estuve ahí en el
preciso momento en que llegaba el colectivo. Cuando subí, el chofer marcó el
importe del pasaje sin que yo se lo hubiese solicitado. El hecho podía deberse
a dos motivos: el primero, rápidamente descartado por mí, suponía la
posibilidad de que el veterano conductor me recordara y conociese mi habitual
destino, ya que viajo en esa línea desde hace años, a la misma hora y con una
frecuencia casi diaria. El segundo y, a mi juicio, el más probable, era que
marcara el importe de acuerdo a una precaria estadística que indicaría que los
pasajeros, en su mayoría, suelen solicitar pasajes de esa tarifa. Acerqué la
tarjeta a la máquina y pagué.
El vehículo estaba repleto y se hacía difícil
avanzar entre el gentío; el piso ostentaba una humedad resbaladiza y perdí el
equilibrio, empujando a un hombre de bigotes y pelo entrecano. Le hice un
elocuente gesto de disculpa con la
cabeza, enfatizado por un movimiento de mi mano derecha y obtuve por respuesta
una mirada inquisidora.
Una señora mayor muy bien vestida subió y,
avanzando a manotazos entre la multitud, accedió a un asiento que le cedieron y
por el que no dio las gracias. En la corrida, apoyó bruscamente su pie derecho
sobre algo blanduzco, que resultó ser ni más ni menos que mi pie izquierdo. Ni
un gesto hubo en su cara, ni una palabra salió de su boca.
El viaje a mi trabajo suele ser largo, pero
esta mañana pareció serlo aun más; el clima estaba muy pesado, especialmente
dentro del colectivo, donde la temperatura parecía ser varios grados superior a
la del mundo exterior. Los pasajeros soportaban el viaje con estoicismo,
mientras miraban a través de las turbias ventanillas y se esforzaban por
aferrarse a los pasamanos.
Luego bajaron algunos y la atmósfera se
volvió apenas un poco más respirable. Frente a mí se desocupó un asiento y me
senté en él. A mi lado, junto a la ventanilla, una chica escuchaba música, los
auriculares conectados por un extremo a sus oídos y por el otro a un
smartphone, mientras dejaba errar la mirada en dirección a la calle. Al rato se
levantó, pero antes hizo algunos gestos como para darme a entender que tenía
que bajarse y que yo debía hacerme a un lado para dejarla pasar: cambió su
posición en el asiento, se acomodó ligeramente el pelo, guardó algo en su
cartera, miró con atención la altura de la calle y luego dirigió su mirada a
mí, pero no dijo nada. Me levanté y pasó en silencio.
Unas pocas cuadras después, por fin, llegué a
mi destino y bajé del colectivo. La situación se me había vuelto intolerable.
¿Acaso todos habían perdido el habla? Pienso que a esa altura hasta a mí me
habría costado romper el silencio y que, aunque lo hubiese intentado, no habría
salido una palabra de mi boca. Caminé unos pasos por la vereda, que estaba tan
llena de gente que parecía una prolongación del colectivo. Entonces, no lo pude
resistir: un tipo pasó a mi lado y, sin previo aviso, le pegué una terrible
trompada en la mandíbula. Quedó aturdido, porque no le di tiempo a reaccionar;
pero cuando se repuso del shock me gritó:
- ¡La puta que te parió!
Y yo salí corriendo sin poder disimular la
sonrisa.
*Seleccionado y publicado en el libro Relatos Cotidianos, compilado por Elizabeth Toribio. Editorial Dunken 2018.